Hugo Blanco: “morir es como cambiar de poncho”

Hugo Blanco escribió en la cárcel un cuento en el que escribe la frase: “morir es como cambiar de poncho”. Se lo envió desde la cárcel a José María Arguedas como un adjunto. Como otros de sus escritos, se incluye en el libro “Nosotros los Indios” de Hugo Blanco.

¡Como cambiarse de poncho nomás es!

El maestro, cuento de Hugo Blanco (escrito en prisión en noviembre de 1969)

Un domingo de mil novecientos cuarenta y tantos, saboreando mi ración de yuyu hauch’a, conversaba con la campesina que lo vendía, sentada en el barro del mercado de San Jerónimo, Cusco. Conversábamos el tema del día: los temblores. Ella me explicó su origen: eran enviados como castigo porque los indios del ayllu se levantaron contra los padres dominicos de la hacienda “Pata-pata”. Así lo manifestó el señor cura durante la misa de esa mañana: “El demonio no ha muerto, está en el hospital del Cusco”. El señor cura no dijo que la muerte del “demonio” era la condición para que cesen los temblores, la campesina lo entendió así por su cuenta.

– ¿Morirá?

– Seguro, está muy mal dicen, por su culpa todo esto…

Ella no quería temblores ni quería ir al infierno, por eso sus palabras condenaban al “demonio”.

Pero su cara, su voz, el barro en que estaba sentada, el yuyu hauch’a, su corazón: todo eso era de tierra, de tierra como el “demonio” que estaba en el hospital, de tierra que gritaba silenciosamente su desesperado anhelo de que el “demonio” se salvara.

Y se salvó nomás Lorenzo Chamorro… Se salvó a medias porque quedó inválido. El médico le dijo: “Sólo un indio como tú puede estar vivo con seis agujeros en las tripas; lo que te fregó es que la bala te afectó la columna vertebral”.

Y así lo conocí tiempo después, ya en su rincón: lagañas, mugre, muletas, poncho grande, voz vibrante, ojos fuego.

Lo miré y supe que era verdad que producía temblores: mi sangre temblaba, mis siglos temblaban cuando me acerque a abrazarlo.

– Tayta, cuéntame.

Y me dijo cosas que ya sabía: que la hacienda “Pata-pata” de los dominicos continuaba arrebatando tierras a la comunidad, que la comunidad tenía títulos de propiedad, que la justicia no llegaba nunca, que los campesinos organizaron sindicato, que él era el secretario general, que quisieron sobornarlo, que no cedió; que lo amenazaron, que no cedió; que cuando estaban trabajando las tierras en litigio vinieron el prior del Convento de Santo Domingo y sus matones; que, como los matones no lo conocían, el prior lo señaló “con la misma mano que consagra al Santísimo”, que entonces recibió los balazos de uno de los matones.

– Todos mis compañeros corrieron a atenderme; yo les decía: “¡No!, ¡déjenme! ¡Agárrenlo a él!, ¡Agárrenlo…!” y ¡ahí nomás me desmayé!

No hubo cárcel para los heridores del indio, ni indemnización para el indio herido; se sobreentiende; estamos en el Perú.

Los campesinos temían ir a visitarle en su rincón de inválido, era peligroso… comprometedor… Pero las campesinas iban… “sólo a visitar a su mujer”… hasta que el señor cura se enteró y tuvo que explicar desde el púlpito:

– Hijos míos, el Señor ha perdonado a este pueblo pero ustedes abusan de su bondad, vuestras mujeres siguen visitando la casa del demonio. ¡Va a caer lluvia de fuego sobre San Jerónimo!…

Las campesinas evitaron la lluvia de fuego, dejaron de ir donde la mujer de Chamorro.

– Mi hijo mayor lloraba mucho tocando su guitarra, de pena se ha muerto.

Yo seguí visitándolo, en busca de la lluvia de fuego, la sentía, escuchando relatos desconocidos.

– ¿Conoces el cerro Pícol?

– Si, tayta, desde el Cusco se ve; también desde el camino a Paruro; desde bien lejos se ve ese cerro.

– Eso también querían quitarnos. Mandaron guardias a caballo. Nosotros estábamos preparados.

Los guardias no se dieron cuenta de que el camino se contorsionaba para dificultarles el ascenso; no veían que los p’atakiskas (cactus) abrían sus brazos erizados de espinas amenazándolos; no notaron el odio de las piedras, de los guijarros; no comprendieron que si la gran herida roja del cerro tomaba color humano, era por la cólera, la santa cólera de ver guardias donde sólo debía haber hombres.

De pronto algunas piedras se movieron, no eran piedras, eran indios honderos como los de antes, como los indios de siempre, con las hondas de siempre. Las hondas de las huestes de Thupaq Amaru, las hondas que lanzan el grito de rebelión. “¡Warak’as!”.

Pero esta vez los proyectiles no eran las piedras indias… ¡Dinamita!

Se atascó el cerebro de los guardias; antes de que se dieran cuenta de lo que sucedía, los caballos estaban en dos patas y ellos en cuatro; corriendo ladera abajo en medio de explosiones, sin hacer caso a los brazos feroces de p’atakiska que fácilmente se desprenden del cuerpo de la planta y difícilmente del cuerpo de la gente o de las bestias.

– No regresaron más. Así hay que pelear, aprende, con warak’a y con dinamita; con las mañas de los indios y con las mañas de los mistis; hay que conocer bien lo de nosotros y lo de ellos.

– Sí tayta… hay que conocer bien lo de nosotros y lo de ellos para pelear mejor.

Y las lecciones continuaban:

– Toca mi cabeza en esta parte. ¿Qué hay?

– Hueco tayta, no hay hueso, hueco nomás hay.

– Te voy a contar de ese hueco. Eso fue en Oropeza. Los indios estábamos en pleito con el hacendado. Él se consiguió compadres, nosotros nos cuidábamos. Pero una vez tuvimos fiesta y nos estábamos emborrachando; en eso llegaron los compadres del hacendado queriendo matarnos a palos.

Los antiguos contendientes, los de siempre, los de siglos, los de toda la tierra: de un lado, “los compadres del hacendado”, mezcla de bestias y máquinas, como todo aquel que combate para el amo, sea mercenario, mariner yanqui, ranger o amarillo. Es la anti-humanidad que hiere al hombre. Máquina bestializada que no piensa. Encierra a un hermano adentro, claro está; pero, mientras no surge el hermano, es todavía eso: máquina y bestia, fabricada para herir al hombre.

Del otro lado “los indios”, representantes del hombre en general, humanizados por encima de la borrachera porque ahora sólo la rebelión convierte al hombre en hombre. “Los indios” luchando por el hombre, por la tierra; por la tierra de ellos y de todos los hombres.

– De repente nomás llegaron. A mí me agarró uno de ellos y me rompió la cabeza de un palazo; yo me caí muerto, pero me levanté para meterle el cuchillo y de vuelta me caí muerto. Después no sé cuánto tiempo habrá pasado, comencé a escuchar de lejos el doble de las campanas. “¿Cómo será? –decía yo en mi adentro– ¿de mí estarán doblando o del perro del gamonal?” Después ya me moví un poco, me desperté bien y me di cuenta de que estaba vivo. Recién me puse tranquilo, “del compadre del gamonal había sido”, diciendo. Así, aunque te rompan la cabeza, cuando tienes que seguir peleando, resucitas.

– Sí, tayta.

– Con juicios nunca ganamos los indios, tiene que ser así, peleando. Los jueces, los guardias, todas las autoridades, están a favor de los ricos; para el indio no hay justicia. Tiene que ser así, peleando.

– Sí, tayta, así peleando.

Me relató muchas cosas más, me contó que sus huesos no se habían roto al saltar del tren en marcha cuando lo llevaban preso.

– ¿Cuentas a tus profesores lo que te hablo?

– A algunos nomás, tayta.

– ¿Qué te dicen?

– Unos me dicen “así es”, te quieren tayta; otros me dicen “son ideas foráneas”.

– ¿Qué es eso?

– No sé, tayta.

Y las lecciones de “ideas foráneas” seguían.

Lluvia de fuego.

Impotente, acorralado, volcaba en mí toda su candela. Pero a veces, estallaba:

– ¡Carajo! ¡Ya no puedo pelear! Estas malditas piernas ya no pueden ir a los cerros. Mis manos ya no sirven. No valgo para nada. ¡Ya no puedo pelear, carajo!

– ¡Sí, tayta! ¡Vas a seguir peleando! Tú no estás viejo, tayta; tus pies, tus manos nomás están viejos. Con mis pies vas a ir donde nuestros hermanos, tayta; con mis manos vas a pelear, tayta; como cambiarte de poncho nomás es. Mis manos, mis pies, te vas a poner para seguir peleando. ¡Como cambiarte de poncho nomás es, tayta!

Hugo Blanco

 

 

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