Mundo: FAO, mucho ruido y pocos granos

Por Víctor M. Quintana

La Jornada.- Las crisis son implacables y descarnadas hasta en el aspecto epistemológico. Revelan aspectos desconocidos u ocultos de la realidad. Ahora que en todo el mundo golpea fuerte la crisis alimentaria, se revela el carácter de clase de la globalización que tanto se ha celebrado.

Había muchas expectativas antes de la cumbre sobre la alimentación, celebrada en Roma, a convocatoria de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), con la concurrencia del Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI). La urgencia de evitar que 100 millones más de personas se precipiten en la desnutrición pudo lograr la presencia de 40 jefes de Estado y la representación de 193 países.

La cumbre romana podría ser un inicio para desmantelar las estructuras que permiten que, pese a que se producen alimentos como para casi el doble de los 6 mil 300 millones de personas del mundo, haya casi mil millones que no acceden a ellos. Hasta se soñaba que el hambre y la desnutrición crecientes podrían hacer que quienes dominan esta tierra se pusieran de acuerdo y cedieran un poco ante la emergencia.

Pero la reunión fue un monte planetario que parió un escuálido ratón neoliberal: del lado de la clase dominante mundial hubo llamados y grandes compromisos verbales; la ONU convocó a duplicar la producción mundial de alimentos para 2030 y se acordó reducir a la mitad los 854 millones de desnutridos que hay en el mundo para el año 2015.

Con los instrumentos que se acordaron, las metas bien intencionadas no sólo no se cumplirán, sino que hasta se verán saboteadas: el principal medio que se dan los países para construir su seguridad alimentaria es el hilo negro de abrir sus fronteras y quitar trabas a las importaciones y exportaciones de alimentos. Lo que les vienen recetando los países hegemónicos, el BM y el FMI, desde hace cinco lustros. La receta no sólo se ha mostrado poco eficaz para producir alimentos, sino causante del desmantelamiento de la infraestructura de producción alimentaria de los países pobres.

Cuando el mercado mundial de alimentos se libera, no son los pobres ni los campesinos los que ganan. Diez empresas controlan 80 por ciento de ese mercado global. Y tres de ellas han experimentado enormes ganancias mientras se derrumban las de los campesinos y en la mesa de las familias trabajadoras cada vez hay menos que comer: Monsanto, que el último año fiscal tuvo ganancias 108 por ciento superiores al año anterior; Cargill, 86 por ciento más y Continental Grain, 42 por ciento.

Para no quedar tan mal, los países ricos y los organismos como el BM destinaron la precaria cifra de 6 mil 500 millones de dólares anuales para reactivar la producción alimentaria global. Tan sólo un poco más que el presupuesto anual de la Sagarpa en México. Nada si se le compara con el presupuesto mundial para la fabricación de armas, que supera 200 mil millones de dólares.

Del lado de la otra clase, estuvieron las organizaciones como Vía Campesina, países como Cuba, o personalidades como Jean Ziegler, anterior relator de la ONU para el derecho a la alimentación. Insistieron en que la piedra de toque para resolver la crisis alimentaria es apoyar el desarrollo de las capacidades productivas de los campesinos, de los indígenas, de los agricultores familiares.

Defendieron el concepto de soberanía alimentaria por sobre el de seguridad, pues los países pueden sufrir el moderno suplicio de Tántalo: tener sus bodegas llenas de alimentos, pero bajo el control de las trasnacionales especuladoras. Cuestionaron seriamente que se prefiera la producción de granos y semillas para biocombustibles a la de alimentos para las personas.

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