El coronavirus en los tiempos del Ecuador

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Sin minimizar lo complejo del momento y las amenazas que se ciernen, hay espacio para el optimismo. Basta ver las respuestas de solidaridad de las comunidades indígenas y de las redes barriales, de muchos grupos de la sociedad tradicionalmente marginados, y, sobre todo, de las mujeres, que a través de su Parlamento popular son conscientes que es precisa una apuesta colectiva para organizar la esperanza y para transformarlo todo.

Por Alberto Acosta*

La gente no está muriendo de coronavirus. /
La gente en Ecuador está muriendo de capitalismo. /
De pésimos servicios públicos y privados, no sólo de salud. /
De falta de democracia y ausencia de justicia. /
De corrupción e incapacidad de diálogo.

Santiago Roldós, 2020 (1)

Introducción

Fundacion Carolina, 30 de abril, 2020.- La crisis del coronavirus es mayúscula. Configura, sin duda alguna, la mayor prueba para la sociedad humana globalizada. Y para Ecuador, un pequeño país colgado de la cordillera de los Andes, el reto resulta descomunal.

La pandemia desnuda situaciones lacerantes de todo tipo. El drama humano que se vive tiene, por lo pronto, su punto de expresión máxima en Guayaquil. La barbarie parece haberse instaurado en esta ciudad portuaria con la llegada del coronavirus (la COVID-19): cientos de familias devastadas por la muerte de algún familiar, cadáveres por doquier, inclusive cadáveres extraviados, cientos de trabajadores de la salud contagiados, y miles de personas que se debaten entre morirse de hambre al buscar el sustento diario en las calles o morirse de coronavirus.

Esta situación ya se replica en varias provincias de la costa: Santa Elena, Los Ríos, El Oro… y todavía con menos crudeza también en el resto del país, en un ambiente golpeado duramente por una grave crisis económica que, ante la incapacidad de respuesta del gobierno, está provocando masivos despidos, ha llevado a más y más empresas al borde de la quiebra, mientras se hunden en la debacle miles de negocios informales.

Como acontece en las crisis, los menos favorecidos son los más golpeados; hoy tienen su existencia pendiendo literalmente de un hilo, sea por enfermedad o por hambre. No hay duda de que la pandemia desnuda con fuerza las desigualdades.

Además, la crisis sanitaria y la coadyuvante recesión global ponen en evidencia que la normalidad como la conocemos tendrá un destino trágico si no se hace algo al respecto, pues es indudable que no se puede retornar a dicha anormalidad.

Ecuador, ya antes del coronavirus, enfrentaba una coyuntura económica llena de urgencias fiscales y con un ambiente internacional muy difícil, que estrangulaba las cuentas externas. El ambiente social, exacerbado por un manejo económico recesivo y una gestión gubernamental caracterizada por la improvisación, también se estaba cargando de frustraciones y protestas, como las vividas en octubre pasado.

El estancamiento de la producción y la demanda interna data del año 2015. Sin embargo, no todo tiene un origen coyuntural, ni internacional, por cierto. En el país tales urgencias expresan una crisis económica estructural, profunda y de larga duración.

Una crisis en donde se combinan la creciente dependencia extractivista y el consiguiente peso de una matriz productiva primario exportadora; los elevados niveles de concentración de mercados, finanzas y riqueza; el aumento del desempleo y la pobreza (con mayor énfasis en las zonas rurales y campesinas); el sostenimiento de la liquidez interna (en especial del sector fiscal) vía endeudamiento externo agresivo; la carencia de una moneda propia que impide disponer de una herramienta dinámica como la política monetaria y cambiaria; y, por supuesto, la falta de una política económica coherente e integral.

Esa crisis en las actuales circunstancias se vuelve cada vez más grave.

Con la abrupta caída del precio del petróleo se han diluido prácticamente los ingresos petroleros presupuestados para el año; un asunto aún más complejo si se toma en cuenta que en varios campos los costos de extracción superan ampliamente el precio del crudo en el mercado internacional; a lo que se suma la ruptura de los dos oleoductos por un deslave en las estribaciones amazónicas de los Andes. Esta economía dolarizada sufre, además, los efectos de la apreciación del dólar, con el consiguiente encarecimiento de las exportaciones ecuatorianas.

Para colmo, la coyuntura internacional coincide con un momento en el que, al país, agobiado por los problemas mencionados, se le ha vuelto extremadamente costosa la colocación de más deuda externa, con un índice de riesgo país que se ha disparado. Esto cierra la llave del endeudamiento agresivo e irresponsable que empezó a sostener la economía desde 2014.

El momento es en extremo complejo. Las lógicas aperturistas se han profundizado aún más con la suscripción de un tratado de libre comercio con la Unión Europea (UE) en 2016, que consolida la característica de economía primario exportadora causante de muchas de las dificultades enunciadas. Las medidas recesivas que el gobierno ecuatoriano impone, en especial desde 2019, por la presión del acuerdo firmado con el Fondo Monetario Internacional (FMI) ahondan la crisis.

Una cuestión aún más perversa puesto que dicho acuerdo también hace aguas porque el propio FMI retrasó—cuando la pandemia ya era una realidad— desembolsos originalmente programados para marzo de 2020. Y de paso es evidente que, si el grueso del financiamiento de las inversiones y programas de salud dependen de ingresos extractivistas, como los petroleros, la caída de dichos ingresos complica aún más la situación sanitaria.

Ante una crisis estructural tan compleja y con coyunturas tan difíciles, resulta angustioso constatar que el gobierno trate de mantener el curso aperturista y flexibilizador, con ligeros ajustes al libreto neoliberal; tema que analizaremos en un punto aparte. A la postre las urgencias fiscales y los dogmatismos librecambistas priman por sobre las urgencias de la vida, como fue el pago en marzo de 2020 de 325 millones de dólares por unos bonos contratados en condiciones muy onerosas por el gobierno anterior.

Hay que tener presente que este desembolso se dio en contra de las demandas de no hacerlo, formuladas incluso desde la Asamblea Nacional, pues justo entonces no había dinero para atender las demandas del sector sanitario agobiado por la pandemia, tal como denunció la ministra de Salud en su renuncia presentada casi al mismo tiempo que se servía dicha deuda.

Y todo este pandemonio se agudiza por un ambiente político cada vez más enrarecido, donde afloran mezquinos intereses de diversos políticos empeñados en pescar a río revuelto, en un escenario de crecientes desigualdades agudizadas por la misma pandemia. En ese contexto golpean con fuerza las deficiencias estructurales y coyunturales del sistema de salud, que agravan aún más dichas desigualdades.

Cómo el neoliberalismo colapsó el frágil sistema de salud progresista

A primera vista, la gravedad de la crisis sanitaria en Ecuador se explica por los brutales e irresponsables recortes de inversiones en el ámbito de la salud pública por parte del gobierno de presidente Lenín Moreno (2017-…). De los 353 millones presupuestados en el Plan de Salud de 2017, se pasó a 302 millones en 2018, y a 186 millones en 2019; una caída agravada por la incapacidad de ejecutar el monto del presupuesto asignado —también por presiones derivadas de la austeridad fiscal—, lo que se reflejó con una inversión real de 241 millones en 2017, 175 millones en 2018 y 110 millones en 2019.

Esta reducción, en el marco de la austeridad fondomonetarista, afectó gravemente la disponibilidad de los insumos de salud, la construcción de infraestructura hospitalaria, e inclusive la existencia de personal médico, que fue despedido masivamente durante 2019; se estima que habrían sido unas 3.000 personas las separadas. Incluso a los internos rotativos de los hospitales públicos se les redujo su salario en casi un 30% (de 591 a 394 dólares), lo que fue oportunamente advertido por su impacto sobre los sectores más pobres y vulnerables del país, que son los que más acuden a los servicios públicos de salud (Arteaga, Cuvi, y Maldonado, 2019). El saldo de estas decisiones fiscales recesivas se tradujo en una grave afectación de la capacidad de atención en la emergencia.

Sin minimizar la torpe decisión de reducir la inversión en salud, el problema es más complejo. El presupuesto estatal destinado al sector sanitario, no solo para estas emergencias, sino para sostener un sistema de salud eminentemente curativo y que mantiene partes importantes del mismo mercantilizadas, cae, como señala con justa razón una experta en la materia, en “un tonel sin fondo” (2).

Por tanto, la tragedia sanitaria no es simplemente una cuestión de recursos o de capacidad de respuestas ante situaciones de emergencia, sino que también es el resultado de un sistema plagado de falencias. Es oportuno profundizar rápidamente en la realidad del sistema de salud.

A partir de la expedición de la Constitución de Montecristi, en 2008, se planteó un cambio sustantivo en el manejo de los servicios públicos de salud. Para lograrlo, inclusive, se estableció en una transitoria que, además de considerar a la salud como un derecho, se incrementasen sustantivamente los recursos para atenderla: el 4% del PIB era la meta mínima prevista.

De acuerdo con la citada experta, según el discurso oficial del gobierno de Rafael Correa (2007-2017), los logros materiales estarían a la vista: construcción de 13 hospitales y 8 adicionales en proceso de construcción; 61 nuevos centros de salud entre centros grandes y pequeños; y 34 centros de salud en construcción. En vacunación se pasó de 11 a 20 vacunas específicas administradas por el sistema público, con una inversión de 60 millones de dólares. Se aumentó la cantidad de profesionales en salud de 9 a 20 por cada 1.000 habitantes, y se incrementó el número de horas de trabajo de dichos profesionales de 4 a 8 horas.

Para 2016 se realizaron 41 millones de atenciones de salud. La inversión total en 10 años de gobierno fue de 16.188 millones. En términos de la seguridad social también se registraron algunas ampliaciones significativas.

Aunque es innegable que entre 2006 y 2017 se modernizó y amplió la cobertura de servicios de salud, más allá de la propaganda oficial los problemas son muchos. Como anota Arteaga Cruz, la inversión en salud en los 10 años de la “revolución ciudadana” —que nunca llegó a la meta constitucional del 4% del PIB, pues apenas superó el 2%, aun bastante más que en los gobiernos anteriores— propició la acumulación de capital en la industria de insumos, farmacéuticas y aseguradoras privadas, impulsó un relativo desmantelamiento de la seguridad social con la transferencia de fondos públicos a clínicas privadas y no logró que los hogares ecuatorianos gastasen menos en salud: un 45% del total del gasto de las familias se destina a salud.

El objetivo era lograr un sistema de salud que integrase la seguridad social y el sistema público de salud y que proveyese cobertura universal. Sin embargo, los indicadores en salud pública que revelan los impactos de las políticas de salud de la década correísta no resultan alentadores. La propaganda omite un cierto desmantelamiento de la seguridad social debida, entre otros factores, a la eliminación del aporte del 40% a las pensiones jubilares por parte del Estado y, por cierto, también explicable por el manejo inadecuado, e inclusive corrupto, del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS).

No se dice nada de los elevados sobreprecios en las obras y en las compras de insumos realizadas. Se habla del incremento en el número de vacunas específicas, pero no se detalla la baja de cobertura en vacunación en este período. La mortalidad materna siguió siendo de las más altas en la región de las Américas, con enormes inequidades sociales; la cobertura adecuada de control prenatal fue de apenas 24,6%. Enfermedades como la malaria, que disminuyeron significativamente en décadas anteriores, repuntaron, nos recuerda Arteaga Cruz.

La cobertura universal en salud vista como un derecho —un objetivo loable— se quedó en una quimera al mantenerse la visión curativa propia del paradigma clínico, asistencialista y mercantilista, con soluciones estándar. Otro déficit significativo fue haber obviado el enorme potencial de la salud preventiva y, por cierto, los conocimientos ancestrales de culturas y pueblos indígenas, que pueden ser un pilar de un vigoroso sistema de salud sustentado en prácticas comunitarias y participativas.

En síntesis, lo que se logró, a través de un proceso de privatización, como anotó oportunamente Pablo Iturralde, es acumular capital en los bolsillos del complejo médico industrial, marginando otras opciones potentes para construir un sistema de salud diverso, vigoroso y efectivo, cristalizando efectivamente a la salud como un derecho (Iturralde, 2015).

El sector salud, en medio de este proceso de privatización “silencioso” (Arteaga Cruz dixit), encajó en el esquema de administración del Estado que impuso el correísmo, con el que se pretendía modernizar el capitalismo. Y permitió que los grupos económicos más poderosos disputasen por los recursos públicos, posibilitando que en todos los ámbitos fuesen los grandes beneficiarios del gobierno de Correa (3). La salud no fue la excepción. Arteaga Cruz es contundente cuando sintetiza que:

La inversión en salud de la década correísta se desperdició en obras grandes que generaron poder político e ideológico, pero que no lograron transformar ni construir un sistema basado en la promoción de la salud. Al contrario, con la centralización de las decisiones en el Estado-nación, y con un modelo médico curativo, se extinguieron varias organizaciones de promotores autónomas y se ha desplazado el rol de las parteras en la comunidad. No se entendió que la salud no se reduce a la oferta de servicios de salud pobres para pobres (aquellos que a la larga son y serán los más afectados por las actividades extractivas y los modos de producción malsanos).

Y ese sistema de salud, con algunas características propias en la ciudad de Guayaquil, es el que hace agua con el coronavirus, como veremos más adelante.

El privilegio de clase de la cuarentena

Teniendo en consideración que el coronavirus sorprendió a los sistemas de salud en todo el planeta, resulta razonable la decisión de instaurar una cuarentena para tratar de frenar su avance, sobre todo en las ciudades más grandes. Quédate en casa, sí, pero la pregunta es: ¿quién puede quedarse en casa y sobrevivir? Ya es difícil permanecer en cuarentena en casa, incluso si hay ciertas comodidades y no hay presiones económicas. Mucho más complejo resulta para aquellos grupos estructuralmente desprotegidos que no tienen una vivienda adecuada, ni ingresos estables ni ahorros, y que viven en condiciones realmente infrahumanas, en tugurios, o duermen en los portales.

Hasta 2016, según el Programa Nacional de Vivienda Social, el 45% de los 3,8 millones de hogares ecuatorianos habitaban en viviendas precarias. Son 1,37 millones de hogares que residían en viviendas construidas con materiales inadecuados, con carencia de servicios sanitarios básicos y/o con problemas de hacinamiento. Y esa situación no ha cambiado; es más, con las tendencias recesivas desde 2015 deben haberse agravado.

Imaginémonos entonces cómo es la vida de cientos de miles de personas que no tienen casa; una situación aún más compleja en una ciudad de millones de habitantes como Guayaquil, caracterizada por enormes desigualdades; una ciudad en donde el clima en esta época del año es especialmente duro por las elevadas temperaturas y otras incomodidades propias de la época. Cómo exigir comportamientos sanitarios adecuados cuando no hay agua potable; cómo esperar que funcione la educación o el trabajo a distancia si un 60% de la población del país no tiene acceso a internet e inclusive no cuenta con un ordenador; cómo demandar que permanezcan en casa personas de la tercera edad que viven solas y en una enorme precariedad. Tengamos presente esas realidades.

Luego, ¿cuántas personas tienen en Ecuador un ingreso estable? Sabemos que más del 60% de la población económicamente activa, alrededor de 5 millones de personas, no tiene un empleo adecuado. Eso quiere decir que la mayor parte de esas personas viven del día a día. Son vendedores ambulantes, albañiles, sastres, costureras, chóferes, personas que brindan atención en distintos ámbitos y servicios.

Por ejemplo, la gente que vive de servir almuerzos en fondas pequeñas está totalmente desprotegida. La infección al expandirse va a ir demostrando también en términos de clase las tasas de mortalidad y contagio, ahondando las diferencias entre la ciudad construida (la de los grupos acomodados), y la ciudad de los constructores, muchas veces la de los barrios marginales o los tugurios.

La pandemia, entonces, por un lado, desnuda de una manera brutal la realidad de la injusticia social, de la inequidad, de las desigualdades sociales y, por otro, va a conducir a un incremento de la pobreza. Bien anticipa ya la CEPAL —en estimaciones preliminares— que el impacto del coronavirus podría provocar un incremento de 35 millones de pobres en América Latina, esto sin considerar el impacto de la grave recesión económica mundial en marcha desde antes del aparecimiento del coronavirus (CEPAL, 2020). Y Ecuador, en los escenarios de los organismos multilaterales, como la misma CEPAL o el FMI, aparece como el país que mayor impacto sufrirá en esta crisis combinada de pandemia y recesión (Primicias, 2020)

Guayaquil entre el neoliberalismo y la filantropía

Si los problemas de viviendas carentes de servicios marcan una característica del Ecuador entero, esta realidad está aún mucho más marcada en Guayaquil. Es una ciudad “excluyente y neoliberal”, por su tipo de regeneración en favor del capital (4), y con una gran cantidad de deficiencias denunciadas antes de la pandemia, aunque hayan sido negadas tozudamente por sus autoridades edilicias y varios de los voceros de las élites de la urbe, que inclusive en este momento tratan de minimizar sus responsabilidades acusando de los problemas al centralismo de la capital: Quito.

En realidad, como sucede en muchas otras partes, estas ciudades se vuelven una máquina que genera más y más desigualdades. La abogada guayaquileña Adriana Rodriguez sintetiza el problema:

No es de sorprenderse que la ciudad más desigual del Ecuador, Guayaquil, sea la que encabeza el número de contagiados y muertos por Coronavirus19. La ciudad, gobernada por el socialcristianismo desde hace más de 20 años, es la muestra del fracasado “modelo exitoso” neoliberal, que tanto celebran las élites en el poder. Y es que en la ciudad se entremezclan los grandes negocios comerciales y una opulenta riqueza, siendo al mismo tiempo una de las ciudades con mayor cantidad de pobres del país, que representan casi el 17% de su población si se suman los indicadores de pobreza y pobreza extrema (Rodríguez, 2020).

En esta ciudad portuaria, marcada por diferencias sociales extremas, el coronavirus llegó por todos lados. Hasta lo que se sabe, llegó particularmente desde Europa, por medio tanto de gente con ciertas comodidades que venían de viajes de estudio o de turismo, como de personas que trabajan en España e Italia.

Es evidente que quienes tienen más recursos enfrentan de mejor manera el coronavirus en los hospitales privados; mientras quienes no tienen esa suerte, inclusive sectores de clase media severamente golpeados, han tenido que volcarse al sistema público causando su saturación. Y de paso, colapsando todo el sistema de registro de defunciones y entierro de cadáveres.

La COVID-19 desnudó estas y muchas otras aberraciones en una ciudad en la que se trabaja desde la municipalidad con una serie de alianzas público-privadas. Su sistema de salud ha oscilado en los últimos años entre los esfuerzos progresistas por modernizarlo y la existencia de sistemas de salud y asistencia social provenientes de una curiosa lógica filantrópico-neoliberal, que ha caracterizado las estructuras de dominación en la ciudad.

Las alcaldías socialcristianas —presentes ininterrumpidamente desde hace más de 20 años, y tensionadas por los populismos y los sueños de modernización—, lejos de atender los problemas estructurales de la salud, la alimentación, el empleo y la vivienda, han procurado sobre todo adecentar “la fachada” de la ciudad, mejorando por ejemplo plazas y parques con la intervención de fundaciones privadas. El asunto es más complejo si se considera que esta ciudad —la más poblada de Ecuador, y que ha sido su motor comercial—, sigue siendo atractiva para muchas personas que llegan de otras regiones depauperadas en busca de empleo.

De esta suerte, la informalidad laboral es una de sus características básicas, y los barrios marginales —con frecuencia carentes de pavimentación, agua potable y alcantarillado— crecen imparablemente ante la ausencia de planes de urbanización adecuados, así como de respuestas que resuelvan estructuralmente las desigualdades y exclusiones en el país entero.

Veamos los datos de la vivienda. De acuerdo con las cifras de 2016, un 20% de los inmuebles se encuentra con carencias de espacio y servicios de agua potable y canalización; y un 17% de la población local vive en hacinamiento. Demás está señalar que ese no es el único problema, pues los servicios de salud y educativos son en extremo precarios. Como bien anota la arquitecta guayaquileña Patricia Sánchez, profunda conocedora de los problemas de su ciudad:

La producción de la informalidad urbana juega en la lógica de la concentración de la propiedad del suelo en manos privadas y de una normativa rígida en la producción del suelo urbano, que se ha convertido en barreras institucionales a la hora de producir vivienda popular. El carácter elitista y tecnócrata de la planificación urbana… (termina) excluyendo por esta vía a gran parte de la población y reservando para los pobres aquellas tierras de ningún interés del mercado inmobiliario (5).

De hecho, en esta ciudad puerto, vibrante por el comercio y la migración, pero caracterizada por profundas desigualdades, han faltado estrategias habitacionales para crear condiciones materiales que permitan articular maneras más favorables para la reproducción de la vida. Se ha descuidado el hábitat popular en tanto espacio privilegiado para la autogestión colectiva de las condiciones de producción y reproducción de una economía basada en el trabajo, totalmente contrapuesta a la lógica capitalista inmobiliaria que concibe la vivienda y el hábitat simplemente como una mercancía.

Y, por cierto, nada se ha hecho para intentar al menos establecer relaciones de armonía con el entorno natural. Reflexiones válidas para el país entero, en el que queda tanto por conocer, comprender y mejorar.

Los riesgos del abandono en el campo

El otro pilar de la salud, la alimentación, está cada vez más dominado por la agroindustria, y el control de los mercados por pocos grupos comercializadores. Para mencionar apenas un punto, tres cadenas dominan el 91% del mercado de productos alimenticos que conllevan algún tipo de procesamiento. El grueso de las mejores tierras y del suministro de agua se orienta a cultivos destinados cada vez más a la agro-exportación. El campesinado, mientras tanto, sobrevive una marginación de larguísima data.

A contrapelo de lo que se podría imaginar desde afuera, en el campo los impactos de la crisis económica e incluso de la pandemia son múltiples. Habría que empezar por destacar que los márgenes de pobreza y de marginalidad son más altos que en las ciudades, un tema aún más lacerante en los grupos indígenas. También hay que tener presente la amenaza que representa el coronavirus si ingresa inclusive en comunidades alejadas de las infraestructuras de salud, pues están afectadas por múltiples carencias, tal como sucede ya en algunas zonas amazónicas.

La pobreza siempre ha sido mucho mayor en la ruralidad que en el mundo urbano, de acuerdo con las cifras del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC). Por ejemplo, si hablamos de la pobreza multidimensional (6), la tasa fue de 38,1% a nivel nacional, 22,7% a nivel urbano y 71,1% a nivel rural: es decir, 7 de cada 10 habitantes del campo son pobres.

Esta realidad contrasta con la capacidad que tienen los campesinos y las campesinas para alimentar a la sociedad ecuatoriana. Las pequeñas unidades productivas de menos de cinco hectáreas —sobre todo a cargo de mujeres— satisfacen un 65% de la canasta de alimentos de consumo básico.

Sin embargo, en el campo la desnutrición infantil es mayor que en las ciudades: un 38% de la niñez de 0 a 5 años la padece en las zonas rurales, y un 40% en los territorios indígenas (frente al 26% del promedio nacional). Esto es una infamia para un país tan biodiverso y repleto de potencialidades.

En Ecuador persiste una marcada desigualdad en la distribución de la propiedad en general, y de la tierra en particular, que no fue para nada afectada en el anterior gobierno y mucho menos en el actual. Algunas estimaciones con información primaria del INEC indican que, en 2017, el índice de Gini de distribución de la tierra superó los 0,8 puntos.

Por su parte, en términos superficiales, el 2,3% de las unidades productivas es propietaria del 42% de la tierra cultivable, con propiedades de más de 100 hectáreas orientadas mayormente a la exportación. Mientras, el 63% de las unidades productivas agrícolas, sobre todo de indígenas y campesinos, poseen el 6% de la superficie, y la gran mayoría posee menos de una hectárea. Si esto se registra en el ámbito de la concentración de la tierra, en lo que se refiere al agua la situación es aún más inequitativa.

Todo esto configura un asunto muy problemático. Antes, gran parte de los campesinos, y sobre todo de la población indígena, podía autoabastecerse y sostener, de alguna manera, un nivel de mayor autosuficiencia, con lo que habría podido de alguna forma distanciarse de este mundo enloquecido por la acumulación del capital, que es donde está surgiendo el coronavirus. Ahora los campesinos e indígenas están cada vez más atados a la lógica del mercado y, a pesar de que producen alimentos, padecen hambre. Esto se explica porque obtienen sus productos cada vez más a través de monocultivos. Han perdido gran parte de la capacidad para tener su huerta —su chacra— con múltiples productos, con los cuales podían atender sus necesidades de alimentación e incluso medicinales.

De todas formas, a pesar de estar al margen de muchos servicios sociales, como los de la salud, el campo parecería estar mejor capacitado para solucionar o enfrentar la pandemia que las grandes urbes.

Una economía que se asfixia como un paciente con coronavirus

El escenario es complejo y, sin pecar de pesimistas, las perspectivas son cada vez más oscuras. Como se indicó, lo anticipan varios organismos internacionales. El gobierno también da señales en ese sentido. Por ejemplo, su vicepresidente Otto Sonnenholzner prevé que el costo de la pandemia puede significar un 10% o 12% del PIB (Vistazo, 2020).

Cual enfermo con coronavirus, la economía se asfixia literalmente…, ahogo exacerbado por la falta de un aparato respirador pues, al estar dolarizada, no dispone de una política monetaria y cambiaria propia. Se trata de una economía que no dispone de una bombona de oxígeno, al no tener ahorros; una economía agobiada con lastres enormes como el endeudamiento externo irresponsable y muy costoso; a más de muchos otros y graves problemas coyunturales (como un precio de petróleo caído por los suelos) y estructurales (como la ausencia de auténticas transformaciones productivas).

El diagnóstico se complica con las medidas recesivas del FMI y la tozudez de un gobierno que no acepta medidas creativas, extraordinarias y, sobre todo, sostenidas en un esquema de solidaridad con justicia social y justicia ambiental.

Semejante caos genera expectativas lúgubres. En respuesta, el gobierno de Lenín Moreno —insensible y desorientado en extremo— ha presentado de manera fragmentada varias medidas económicas, entre las que destacan las siguientes (7):

1. Renegociación de la deuda externa y más financiamiento. Se han aplazado los pagos de intereses de la deuda con bonos por aproximadamente tres meses. A este aplazamiento se agregarían nuevos créditos con organismos multilaterales (adicionales a las líneas de crédito que el país ya había negociado por medio del acuerdo alcanzado con el FMI en 2019), además de otras fuentes de financiamiento (procedentes por ejemplo de China) que se estarían negociando. De tales financiamientos, se prevé que hasta mayo lleguen al país unos 3.000 millones de dólares.

2. Contribución sobre ingresos de personas naturales en empleos privados. Se aplica una tasa progresiva sobre los ingresos mensuales de personas naturales (privados y cuentapropistas), superiores a 500 dólares al mes. La medida duraría 9 meses, esperando obtener alrededor de 600 millones de dólares.

3. Contribución sobre salarios de empleados públicos. Para los funcionarios públicos que ingresen menos de 1.000 dólares mensuales, se aplican las mismas tasas de contribución que en el sector privado; para los funcionarios que ingresen más de 1.000 dólares, se aplica una contribución del 10% del sueldo. Tales reducciones se aplicarían por un año y generarían 250 millones de dólares de ahorro. Inclusive se considera una reducción salarial permanente del 10% de todos los servidores públicos.

A su vez, se reducen en 50% los sueldos de los altos funcionarios del gobierno, aspirando ahorrar unos 50 millones de dólares. Se excluiría de este aporte a los sectores de la salud, la educación, las Fuerzas Armadas y la Policía.

4. Contribución sobre ganancias de grandes sociedades. Se aplica una tasa de 5% sobre las utilidades de aquellas empresas que en 2019 hayan ganado más de un millón de dólares, buscando obtener 500 millones de dólares en total. Cabe considerar que esta contribución cargaría al 1% del total de empresas, incluyendo a supermercados, farmacias, el sector de las telecomunicaciones y el sistema financiero. Se excluirían a sectores altamente afectados por la crisis.

5. Financiamiento y fortalecimiento de liquidez. De los recursos obtenidos por las contribuciones, alrededor de 300 millones de dólares se usarían como garantía para otorgar créditos a empresas que presenten problemas de liquidez.

6. Bono de protección social. Se empezó con la entrega de un bono de 60 dólares (lo cual no representa ni el 10% de la canasta básica familiar) a 400.000 familias con un presupuesto de 50 millones de dólares. El objetivo sería llegar a un millón de familias con un presupuesto de 150 millones, financiado desde el Estado; y llegar a otro millón de familias con los recursos obtenidos de las contribuciones antes mencionadas. Hay que anotar que este aporte es adicional al Bono de Desarrollo Humano que beneficia a alrededor de 45.000 familias.

7. Creación de un régimen especial de acuerdos privados. Se propone instrumentar un régimen temporal donde los acuerdos privados reemplazarían a las actuales disposiciones legales en temas como negociaciones entre empresas y trabajadores, arrendatarios e inquilinos, deudores y acreedores. Se plantean también nuevas modalidades de trabajo, reformas en el manejo de vacaciones, jornadas laborales reducidas con una respectiva reducción proporcional en el salario, y similares.

Estos “acuerdos privados” en una sociedad desigual, y en tiempos caóticos e inciertos, permiten que impere la “ley de la selva”: los más poderosos podrán imponer sus condiciones a los más débiles, quienes muy posiblemente tenderán a aceptarlas con tal de no caer en el drama del desempleo en tiempos de pandemia.

8. Medidas varias. Incluyen: modificaciones legales para que ninguna persona quede en la calle por retraso en el pago de arriendos; aumento de la cobertura de salud del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS) a desempleados; ampliación de la cobertura del seguro de desempleo; otorgamiento de créditos de liquidez para empresas; prórrogas de pago al impuesto al valor agregado (IVA) y al impuesto a la renta; diferimiento del pago de servicios básicos; ajustes a los subsidios de los combustibles; prórrogas de aportes voluntarios al IESS; aplazamiento del aporte patronal; entre otras.

Sobre la renegociación de la deuda externa, remitiéndonos a las experiencias acumuladas, no se auguran mejoras sustantivas si las reglas de los acreedores terminan siendo aceptadas pasivamente por el país. De ser ese el escenario, los alivios que se podrían obtener serán pasajeros: se alcanzaría un poco de liquidez por unos meses, pero Ecuador mantendrá la senda del ajuste fondomonetarista, con una inserción cada vez más profunda en el mercado mundial en tanto país exportador de materias primas, particularmente de petróleo: perspectiva en extremo preocupante en un mundo cada vez más incierto, y con un mercado colapsado en el caso concreto del petróleo.

En lo relativo a las contribuciones por parte de sociedades, el aporte del 5% de las utilidades no resulta una cantidad que se compadezca con el lucro acumulado en los últimos años, sobre todo de las empresas más grandes del país. Por ejemplo, en 2018 (último dato disponible) apenas 14 empresas obtuvieron más de 2.000 millones de dólares en utilidades brutas. Gran parte de estas empresas pertenecen a importantes grupos económicos sobre los cuales podría exigirse una mayor contribución, más aún al considerar casos como las telefónicas (Claro o Telefónica) que han registrado beneficios superiores al 90% al año sobre su patrimonio.

También cabría exigir una mayor contribución por parte de la banca, recordando que entre 2007 y 2016 dicho sector obtuvo 2.820 millones de dólares en utilidades. Para colmo, en los últimos años la banca ha seguido lucrando como nunca, incluso en medio de una economía en crisis, al punto de obtener 1.566 millones de dólares en utilidades entre 2017 y 2019. Ante semejante edad dorada de la banca, la contribución de 5% de utilidades se queda corta. 

Así, tanto para la banca, como para los grandes grupos económicos, se debería aplicar una tasa mayor al 5% sobre utilidades propuesta por el gobierno. Incluso cabría pensar en aplicar otras contribuciones e impuestos, en especial sobre el patrimonio, sobre recursos en el exterior, sobre la herencia y similares. A su vez, en el caso de empresas que no dispongan de liquidez y no puedan traer recursos del exterior, se podría pensar en medidas tales como el uso de subsidios en bonos, la introducción del dinero electrónico —dólar electrónico ecuatoriano— u otros mecanismos alternativos a los propuestos.

Respecto a la contribución que se aplicaría sobre los ingresos de personas naturales, tanto para empleados privados como públicos, es necesario hacer algunas puntualizaciones. Según la información de las encuestas de empleo del INEC, para diciembre de 2019 solo dos millones de personas alcanzaron un ingreso laboral mayor a 500 dólares al mes (alrededor del 25% de todos los trabajadores del país); mientras que apenas 524.000 personas obtuvieron un ingreso mayor a 1.000 dólares mensuales (alrededor del 6,5% de todos los trabajadores).

Según la misma información del INEC, el ingreso laboral promedio de los empleados públicos llegó a casi 1.015 dólares mensuales, mientras que los empleados privados obtuvieron unos 565 dólares, los cuentapropistas llegaron a 308 dólares, y los jornaleros o peones apenas ingresaron 286 dólares mensuales. Según las tasas de contribución planteada por el gobierno, quienes obtengan ingresos laborales menores a 1.000 dólares mensuales contribuirían con menos de 20 dólares al mes por nueve meses. Dicho en otras palabras: las contribuciones mayores a 20 dólares al mes, en el caso de trabajadores privados, y la contribución del 10% del sueldo, en el caso de empleados públicos, recaen en menos de 600.000 trabajadores.

Teniendo en mente estos detalles, incomoda que el gobierno aspire a obtener más recursos de contribuciones de personas naturales que de sociedades, cuando lo contrario sería más entendible, sobre todo recordando cómo un puñado de empresas y bancos alcanzaron utilidades millonarias durante el boom de los precios del petróleo en el gobierno de Correa, y aun después, en tiempos de crisis con el presidente Moreno. El gobierno planteó incluso un fideicomiso que no sería administrado por el Estado, sino por “representantes de la sociedad civil”, demostrando su incapacidad para asumir este grave reto. Finalmente, por suerte, desistió de dicha propuesta.

Para colmo, el escenario se complica aún más con las crecientes presiones extractivistas. A la par de la flexibilización laboral, vendrá la flexibilización ambiental con el fin —dirán— de reactivar la economía y volver competitivo al aparato productivo. El ministro de Recursos Naturales de Ecuador, en una entrevista televisada a inicios de abril, al hablar de las actividades petroleras, mineras y energéticas, sintetizó sin pelos en la lengua esta posición: 

Vamos a trabajar con mayor velocidad… el mundo no se ha detenido, tiene esta crisis, pero no se detiene y nosotros vamos a aprovechar de esta crisis la oportunidad de monetizar (“privatizar”, nota del autor) todo lo que estaba pendiente y en efecto esos proyectos van a salir casi en el curso de los próximos días.

Un claro mensaje. Para superar la crisis de la pandemia y la recesión global, lo que se anuncia es forzar el neoliberalismo y su sustento fundamental, los extractivismos. Toda esta preparación para reactivar el aparato productivo lo antes posible se hace sin consideraciones ni análisis sobre cuáles son los problemas de fondo y, cabe añadir, se produce en un marco de una creciente confusión política.

Mientras la situación se vuelve crítica en términos económicos, y más aún en términos humanitarios, muchas fuerzas partidistas están empeñadas en pescar a río revuelto. Potenciales candidatos para los comicios presidenciales y de asambleístas de 2021 mueven sus fichas procurando obtener beneficios electorales, sin asumir una responsabilidad real en estos momentos tan críticos, incluso alentando a un mayor caos. El gobierno, a pesar de su manifiesta debilidad, presiona a la Asamblea Nacional, en donde se procesan dos grandes paquetes de reformas legales, ya analizados anteriormente.

Desde el régimen hasta se habla abiertamente de una posible “muerte cruzada” que, según la Constitución, permitiría la disolución del Parlamento y conduciría a nuevas elecciones generales con el fin de tener nuevas autoridades hasta la finalización del período de las actuales: mayo de 2021. Esto plantearía un escenario muy complejo, teniendo de por medio la pandemia y la recesión…, y que bien podría derivar en alguna aventura dictatorial abierta o encubierta.

Por lo pronto no aparece una fuerza política capaz de dar un golpe de timón —sustentado en principios de solidaridad genuina— que haga realidad aquello de quien más gana y tiene más, debe contribuir.

Es decir, que introduzca impuestos y contribuciones con criterios de equidad, que cobre inmediatamente todos los impuestos pendientes, que suspenda el pago de la deuda externa, que desprivatice el sistema de salud, que avance hacia la socialización de la banca, que recupere para el Estado el manejo del dinero electrónico para oxigenar la economía, que propugne una profunda transformación agraria desde principios de soberanía alimentaria, que transforme el bono solidario a una renta vital mínima… Y todo esto en clave de las necesarias transiciones postextractivistas, que permitan al país superar la perversa dependencia, volatilidad e incertidumbre de la modalidad de acumulación primario-exportadora.

Más de lo mismo, más de lo peor

Para concluir constatemos cómo se cae a pedazos el viejo orden. El ritmo frenético de la economía mundial se ha detenido. Las sociedades se encapsulan e inclusive se precarizan al enfrentar la pandemia. Los regímenes políticos se endurecen. Si hubiera la comprensión necesaria de lo que sucede, el mundo debería aprovechar este respiro e impulsar un cambio de rumbo. Pero no parece que sea así. A medida que se desarma lo existente, comienza a organizarse un nuevo régimen, que, por lo pronto, parece que recupera lo peor del viejo. Hay algunos indicios que permiten llegar esta desalentadora conclusión.

Lejos de sacar las lecciones adecuadas, en muchos países apenas se apunta a sostener la vieja economía, esperanzados en un pronto retorno a la normalidad. Asumen este reto sanitario global apenas como un bache en el camino. Pero eso no es todo. Haciendo caso omiso de la gravedad del momento, y de las profundas causas que han provocado esta mega crisis, no faltan voces que claman para recuperar la vieja senda de la prosperidad.

Es decir, que la economía tiene que crecer, abrirse más al mercado internacional, forzando su competitividad. Así, en el mundo empobrecido, se propone acelerar el paso en la inútil cruzada para alcanzar el desarrollo: un fantasma demoledor. Se buscan explicaciones conspirativas para no asumir el colapso climático, provocado por la brutal velocidad de acumulación del capital, que sofoca la vida de humanos y no humanos.

Las recetas exigidas por los grandes grupos de poder, en especial económicos y políticos, se mantienen inalteradas. Incluso buscan aprovecharse del momento para forzar los extractivismos con mayores flexibilizaciones ambientales, so pretexto de enfrentar la crisis y mejorar la “competitividad” del aparato productivo, apalancada también en nuevas formas de precarización laboral. El resultado de esta evolución será, sin duda alguna, una frustración y desesperanza crecientes, sobre todo entre los sectores populares cada vez más abandonados en medio de la incertidumbre. Así, no sería de sorprender que nuevas rebeliones estén a la vuelta de la esquina.

Sin minimizar lo complejo del momento y las amenazas que se ciernen, hay espacio para el optimismo. Basta ver las respuestas de solidaridad de las comunidades indígenas y de las redes barriales, de muchos grupos de la sociedad tradicionalmente marginados, y, sobre todo, de las mujeres, que a través de su Parlamento popular son conscientes que es precisa una apuesta colectiva para organizar la esperanza y para transformarlo todo, por lo que “exigen cuidados para el pueblo, cuidados para la vida, salud y dignidad”, concluyendo que “en el sonido de las cacerolas (“de protesta”, nota del autor) de estos días, se oye como eco… solo el pueblo salva al pueblo” (8).
 

Notas:

(1) Ver en: https://www.servindi.org/actualidad-opinion/15/04/2020/la-gente-no-esta-muriendo-en-ecuador-de-covid

(2) Consultar el ilustrativo texto de Arteaga Cruz (2018).

(3) Para comprender mejor lo que fue el largo gobierno de Rafael Correa, se puede leer el libro de Acosta y Cajas-Guijarro (2018).

(4) Conclusión a la que llegó la investigación internacional Contested Cities. Ver: Diario Expreso (2020).

(5) Sobre estos temas, consúltese la tesis de maestría de Bertha Patricia Sánchez Gallegos (2013).

(6) Este índice no se centra únicamente en el ingreso, sino que refleja múltiples carencias a nivel de los hogares y las personas en los ámbitos de la salud, la educación, la nutrición, el suministro de agua limpia o la electricidad, tanto como la disponibilidad de un trabajo adecuado.

(7) Sobre el tema se puede consultar el artículo de Acosta y Cajas-Guijarro (2020).

(8) Ver el comunicado del Parlamento Plurinacional y Popular de Mujeres, y Organizaciones Feministas del Ecuador: “Cuidados para el pueblo en tiempos de pandemia: reflexiones colectivas para transitar la incertidumbre, ensayos para no habitar la impotencia”.

Referencias bibliográficas:

1. ACOSTA, A. y CAJAS-GUIJARRO, J. (2018): Una década desperdiciada – Las sombras del correismo, Quito, CAAP. Disponible en: https://drive.google.com/file/ d/1ezroSaBUzXlzsEllvOAjpIwJIijwiqj/view.

2. (2020): “Redistribución o barbarie ¿Del coronavirus a la ley de la selva?”, Rebelion.org (15 de abril). Disponible en: https://rebelion.org/delcoronavirus-a-la-ley-de-laselva/.

3. ARTEAGA CRUZ, E. (2018): “El legado de la ‘Revolución Ciudadana en salud’: La historia de una ‘década ganada’ ¿para quién?”, en VV.AA.: El Gran Fraude ¿Del correísmo al morenismo?, Quito. Disponible en: https://lalineadefuego.info/20 18/09/26/libro-el-granfraude-del-correismo-almodernismo/.

4. ARTEAGA CRUZ, E., CUVI, J. y MALDONADO, X. (2019): “¿Salud en tiempo de austeridad?”, Ecuador Today (febrero). Disponible en: https://ecuadortoday.media/2 019/05/02/salud-en-epoca-deausteridad/.

5. CEPAL (2020): “América Latina y el Caribe ante la pandemia del COVID-19 - Efectos económicos y sociales”, Santiago, Naciones Unidas. Disponible en: https://repositorio.cepal.org/b itstream/handle/11362/45337/ 4/S2000264_es.pdf.

6. DIARIO EXPRESO (2020): “Guayaquil, excluyente y neoliberal” (2/01/2020). Disponible en: https://www.expreso.ec/guay aquil/excluyente-neoliberalinvestigacion-contestedcities-2377.html.

7. ITURRALDE, P. (2015): Privatización de la salud en el Ecuador – Estudio de la interacción pública entre hospitales y clínicas privadas, Quito, Fundación Donum. Disponible en: https://issuu.com/fundaciond onum/docs/privatizaci__n_sal ud_baja_resoluci_.

8. PRIMICIAS (2020): “México y Ecuador serán los países más golpeados por la crisis, advierte el FMI” (14/04/2020). Disponible en: https://www.primicias.ec/noti cias/economia/mexicoecuador-mas-golpeadoscrisis-covid-fmi/.

9. RODRÍGUEZ, A. (2020): “Guayaquil, el coronavirus y la barbarie de la desigualdad”, Línea de Fuego (25/03/2020). Disponible en: https://lalineadefuego.info/20 20/03/25/guayaquilelcoronavirus-y-la-barbarie-dela-desigualdad-por-adrianarodriguez/

10. SÁNCHEZ GALLEGOS, B. P. (2013): “Mercado de suelo informal y políticas de hábitat urbano en la ciudad de Guayaquil”, FLACSO.

11. VISTAZO (2020): “Pandemia puede costar a Ecuador hasta 10 o 12 % del PIB, cree vicepresidente”, Guayaquil (11/04/2020). Disponible en: https://www.vistazo.com/secc ion/pais/actualidadnacional/pandemia-puedecostar-ecuador-hasta-10-o12-del-pib-cree  

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*Alberto Acosta es economista ecuatoriano. Profesor universitario. Exministro de Energía y Minas. Expresidente de la Asamblea Constituyente. Autor de varios libros. Correo: alacosta48@yahoo.com

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Fuente: archivo pdf de Análisis Carolina: https://www.fundacioncarolina.es/wp-content/uploads/2020/04/AC-23.-2020.pdf

 

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