Desde el Estado, se necesita una política de visión integral y de equidad para un desarrollo armonioso. Estamos en tiempos donde se tiene que mirar hacia el buen vivir y no solo, para vivir mejor.
Por Víctor Laime Mantilla*
25 de mayo, 2020.- La coyuntura de la Covid-19 ha puesto al descubierto las abismales desigualdades que existen en el territorio peruano. Por un lado, una hipercentralización donde algunas regiones, especialmente las costeras, tienen el privilegio de contar mínimamente con todos los servicios básicos. Esto puede explicar el porqué para algunos políticos existen ciudadanos de primera, segunda, tercera y hasta de cuarta categoría. Lo que nos hace pensar que son ciudadanos que no necesitan mayores cosas, que vivir a su propia suerte. Esa misma política discriminatoria es la que se resume en decir que al “pueblo no se le escucha, se les gobierna”, como si algunos ya estarían predestinados para gobernar y otros para ser gobernados, visibilizando de esta manera una inequidad institucionalizada.
Por otro lado, esta coyuntura ha servido también para enrostrarnos que el modelo civilizatorio hegemónico no garantiza la sostenibilidad de una vida sana y armoniosa con todo aquello que nos circunda. Cada vez, vamos profundizando un proceso de urbanización improvisada y desmesurada en la que cada año por sus efectos se reduce un promedio del 3% de espacios cultivables.
Si continuamos en ese ritmo, estamos seguros que en un promedio de tres décadas no tendremos de dónde alimentarnos o nuestra alimentación será contaminada, como ya lo estamos viendo en estos momentos. Es posible que más adelante, seremos personas programables y mecanizadas, sin sentimientos ni amor por el prójimo, programadas para ser accesorios de una máquina, sin tiempo para cuestionar o autocuestionarse, sin ideas para razonar sobre la propia existencia y el trabajo comunal. Solo seremos expertos consumidores.
Esta forma civilizatoria basada solamente en el capital, nos ha convencido “que si uno quiere ser moderno y exitoso en la vida”, tiene que migrar hacia la civilización. Pero sucede que dentro de este discurso la civilización y el futuro no están en el campo sino en la ciudad. Entonces, mucha gente de la zona rural, contagiada por percepciones alienantes, en busca de estatus social, so pretexto de alcanzar a la modernidad, ha comenzado una diáspora hacia las grandes urbes, abandonando sus espacios originarios, para engrosar la cadena de trabajo informal.
Algunos han logrado cierto éxito, pero muchos se han quedado como mano de obra barata o dependientes de trabajos efímeros. Esta realidad, nos ha enrostrado que lo urbano, no siempre es sinónimo de desarrollo y, en caso lo sea, no necesariamente es sostenible en el tiempo, sino más bien, promotora de una economía de dependencia. Basta ver cómo miles de ciudadanos se vieron obligados a retornar a sus lugares de origen, desde donde salieron ceducidos por este modelo de vida que vende una falsa modernidad y de prosperidad, y que en el fondo es más empobrecedor si uno no entra en la lógica del mercado competitivo.
Esta coyuntura de la pandemia, nos obliga a repensar en un estado más plural, equitativo, tolerante y respetuoso de las particularidades. Eso implica poner en marcha un proceso de descentralización real, en la que los gobiernos subnacionales, desde los más tradicionales, tengan la autonomía de implementar sus propios modelos de desarrollo y, a partir de estas particularidades pueda construirse una gran propuesta de unidad desde la diversidad. Necesitamos construir un estatus de ciudadano desde las particularidades sociales y geográficas. No está de más decir que vivir en el campo, también tiene la categoría de ciudadano.
Mucho hemos mirado hacia afuera. Ahora necesitamos mirar hacia adentro, para desde allí mirar hacia afuera
Mucho hemos mirado hacia afuera. Ahora necesitamos mirar hacia adentro, para desde allí mirar hacia afuera, desde nuestras potencialidades y experiencias de conocimiento y valores ancestrales. Es momento de elevar nuestro estatus cultural desde nuestras propias identidades. Necesitamos ser un estado que promueva la inversión en su propia gente y en sus propias potencialidades empresariales locales. Un sector importante, olvidado secularmente, son las comunidades originarias andinas y amazónicas. Esa población es precisamente la que no aparece en la estadística económica oficial, sino como relleno en alguna parte de la data oficial. Pero por otra parte, también a las propias organizaciones originarias nos falta una autoafirmación en nuestras propias potencialidades, dudamos de nuestras capacidades y terminamos encargando a otros, para que decidan por nosotros.
En esta coyuntura generada por la crisis de la Covid-19, son las poblaciones más olvidadas por el centralismo homogeneizante, las que vienen asumiendo el papel de soporte alimentario, apelando a sus sistemas internos de gobierno, basados en valor y respeto por el otro. Actualmente, son de algún modo, las que regulan los precios de los productos de pan llevar que los monopolios empresariales vienen especulando. Sino habría la mano de estas poblaciones, posiblemente el mercado alimentario ya habría colapsado y expuesto al hambre a un enorme sector de la población. Sería importante conocer a través de estudios ¿En qué porcentaje subsidia al consumidor la producción agropecuaria de los pueblos originarios? ¿Qué porcentaje de empleo genera la producción rural?
Por otra parte, sería importante que el Estado, en el marco de políticas inclusivas de desarrollo, pueda reconocer a las poblaciones originarias en sus propios principios de reciprocidad, de solidaridad y su propia cosmovisión, para que sean incluidos en los activos económicos del estado y puedan tener acceso a créditos agrarios como cualquier otra empresa de producción. Las comunidades campesinas, originarias son unidades productivas que generan trabajo, garantizan el ingreso percápita de las familias y, como tal, son pequeñas empresas.
Si nuestro país es una diversidad cultural, entonces también hay una diversidad de modelos de concepción de la economía y de empresa
Si se quisera caracterizar a estas unidades productivas desde el modelo de estructuras económicas imperantes, no clasificarían como empresas. Sucede que están constituidas desde otras normas consuetudinarias como el ayni y mink’a. Basta de conceptuar la empresa desde una sola mirada. Falta interculturalizar la política económica en donde se puedan incluir las comunidades de producción tradicional y dejar de privilegiar la monopolización. Si nuestro país es una diversidad cultural, entonces también hay una diversidad de modelos de concepción de la economía y de empresa. Sería importante que el estado reconozca que también hay empresas de acuerdo a patrones ancestrales, bajo otras lógicas de desarrollo, que en coyunturas de emergencia como en éste, incluso han recurrido a promover otros sistemas de interacción económica como el trueque, cuando el dinero como tal, empezó a perder funcionalidad.
El presidente del Perú ha manifestado que invertirá 30 mil millones para reactivar la economía peruana y, a partir de créditos, garantizar la cadena de pagos y otros procesos de salvataje, especialmente empresariales. Ante ello nos preguntamos ¿los pueblos originarios como productores y pequeñas empresas agrarias tendrán acceso a estos créditos para garantizar la cadena de pago de los productores? El problema radica en que se sigue conceptuando el trabajo solo como sinónimo de percibir un salario monetario y en planilla. No se quiere entender que la economía familiar indígena está en función a lo que produce sus propias manos (es su puesto de trabajo y salario), de ella depende su seguridad alimentaria y económica. Es momento de entender estas particularidades de dinamización económica en un gran sector de la economía rural del país.
En ese horizonte, es importante entender y aceptar, de una vez por todas, nuestra realidad diversa y las distintas realidades culturales como productoras de economía, que aportan al PBI del país. Si bien es cierto, no están agrupados en empresas convencionales, sino desde su propia práctica cultural. Son pequeñas unidades productivas dónde se movilizan muchos núcleos de generación de puestos de trabajo, como cualquier otra empresa, especialmente comunitario. Por ejemplo: si no habría este sistema de producción ancestral, no se cubriría la canasta básica de una familia indígena, que monetizada está en un promedio de 2,700 soles, muy superior al del sector urbano.
Desde el Estado, se necesita una política de visión integral y de equidad para un desarrollo armonioso. Estamos en tiempos donde se tiene que mirar hacia el buen vivir y no solo, para vivir mejor.
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*Víctor Laime Mantilla es investigador y especialista en Interculturalidad.
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