Vestirse de memoria y justicia

Un detalle del centro para la curación, la oración y el recuerdo. / Foto: Irantzu Pastor Un detalle del centro para la curación, la oración y el recuerdo. / Foto: Irantzu Pastor

En Canadá y Estados Unidos, unas 10.000 mujeres nativas permanecen desaparecidas o sus muertes violentas siguen sin esclarecerse. Asociaciones como Red Ribbon Skirt Society luchan contra el trauma histórico, la invisibilidad y el limbo jurisdiccional.

Por Igone Mariezkurrena*

Pikara, 9 de febrero, 2023.- El rojo es el único color que los espíritus pueden percibir, según una creencia compartida por muchos de las pueblos originarios de Norteamérica. Por ello los vestidos rojos se han convertido en símbolo para el recuerdo de las decenas de miles de mujeres nativas que padecieron las diferentes olas de genocidio colonial y, muy especialmente, en símbolo de la lucha por la justicia para todas aquellas que hoy permanecen en paradero desconocido o cuyos asesinatos no se han resuelto.

En Rapid City, en el extremo suroeste de Dakota del Sur, en el corazón de los Estados Unidos, el viejo granero Aby’s Feed & Seed de la calle Número 5 ha sido remodelado y alberga en su planta principal varios estudios de arte, talleres de costura, librerías y exposiciones. Es el lugar de reunión de la Red Ribbon Skirt Society. Este grupo de activistas lleva tres años dando altavoz y soporte a las familias de las víctimas dentro y fuera de las ocho reservas en las que, a finales del siglo XIX, fueron confinadas las diferentes tribus Sioux Lakota que habitaban las praderas de Dakota del Sur.

“Luchamos contra un enemigo invisible porque, desgraciadamente, desconocemos a los autores de esta epidemia de feminicidios”. Lily Mendoza nació y se crio en la reserva Cheyenne River, y conoce de cerca la realidad intramuros. Actualmente vive fuera de sus límites, cree que desde una distancia prudencial es como mejor puede desempeñar su labor voluntaria presidiendo la asociación. “Resulta difícil vivir dentro y no verte atrapada en esa espiral de violencia, adicciones y desesperanza”.

Entre otras cosas, cuestiona el reparto de competencias para buscar la justicia: “Muchas investigaciones se diluyen en ese toma y daca entre policías y autoridades tribales, locales y federales, sin que ninguna aborde los casos con determinación. Esta situación atrae a los agresores y acentúa su sensación de impunidad, porque saben que las investigaciones relacionadas con mujeres pertenecientes a comunidades indígenas son mucho más lentas, menos rigurosas, atraviesan muchas fases… por lo que a menudo las familias desisten y los casos se archivan para siempre”.

¿A quién corresponde?

Una de las cuestiones que en ocasiones agrava este embrollo jurisdiccional es la propia definición de ‘identidad nativa’ que cada Tribu o Gobierno Tribal reconoce según criterios específicos de porcentaje sanguíneo. En el caso de los Lakota, por ejemplo, un 25 por ciento de sangre nativa es suficiente para obtener tal reconocimiento. Según la Oficina de Censo de Estados Unidos, las personas indígenas (5,2 millones) representan el 1,7 por ciento del total de la población. ¿A quién corresponde esclarecer y juzgar el asesinato de una mujer lakota que residía fuera de una reserva, pero cuyo cuerpo ha aparecido dentro de los límites y todos los indicios apuntan a que el homicida es un hombre también lakota? ¿Y si la mujer vivía en la reserva pero su cuerpo ha sido hallado en la ciudad, cerca de un casino frecuentado por hombres blancos? ¿Y si la chica mestiza vivía en la reserva, si vivía la reserva con todas sus consecuencias, pero no figuraba en el censo como nativa? ¿Y si ni siquiera hay cuerpo? ¿El FBI? ¿La Tribe Police? No existe un protocolo que se aplique de manera sistemática.
 

Lily Mendoza, nativa Lakota de Estados Unidos. / Foto: Irantzu Pastor

“Parece mentira que semejantes frivolidades, ¡el porcentaje de sangre nativa de la víctima y de su agresor!, pueda obstaculizar la investigación de un homicidio o una desaparición, ¿verdad? Los Gobiernos Tribales siguen reclamando mayores competencias y recursos, y lo están consiguiendo, incluso para perseguir a agresores no nativos, pero el cambio no parece revertir como debiera. Venid, mirad…”.

Lily Mendoza nos conduce a un cuarto que ellas llaman Centro para la curación, la oración y el recuerdo. Numerosos vestidos rojos colocados en perchas cuelgan de las cuatro paredes. Fotos de niñas y jóvenes desaparecidas y sus nombres llenan el espacio. También hay cuadros al óleo, atrapasueños, reproducciones de la estrella de ocho puntas, y ramilletes de hierbas aromáticas ardiendo sobre conchas para purificar el alma. “Este pequeño rincón que veis es el único lugar de recuerdo colectivo para las Missing and Murdered Indigenous Women and Girls (MMIWG; mujeres y niñas indígenas desaparecidas y asesinadas) en Estados Unidos”. No existe en todo el país una sola placa, un solo espacio dedicado de manera oficial a la memoria de estas personas.

La vulnerabilidad como legado colonial

“Cuando llegaron los colonos blancos y arrasaron nuestros asentamientos, se hicieron con las mujeres como botín de guerra y las violaron en presencia de sus familiares. Con la humillación pública comenzó la reciente historia de degradación y opresión de las mujeres nativas y la inversión de su rol en nuestras sociedades ¡Apenas han pasado 150 años!”, cuenta Mendoza.

El trauma histórico es la clave que explica muchos de los males que afectan a los pueblos originarios de Norteamérica y que las diferentes organizaciones y activistas se esmeran en explicar porque, aseguran, “es la raíz de todo lo que nos está ocurriendo”. Ese contexto histórico es esencial para comprender, por ejemplo, por qué en Pine Ridge, la reserva más cercana a Rapid City y la más deprimida de todas, la esperanza de vida al nacer es de 51 años, la tasa de paro alcanza el 89 por ciento, el alcoholismo y la drogodependencia afectan al 85 por ciento de las familias, y solo el cinco por ciento de la juventud completa sus estudios de secundaria. Otra cifra más: la tasa de suicidio entre adolescentes es un 150 por ciento más alta que la media estadounidense, según datos del Gobierno Tribal (Oglala Sioux Tribe).
 

“Como no pudieron matarnos en la batalla, decidieron hacerlo lentamente. Los conquistadores exterminaron a los millones de búfalos que pastaban en estas praderas para así despojarnos de nuestro estilo de vida. Sin carne para alimentarnos ni pieles para vestirnos y construir nuestros tipis, los jefes no tuvieron otra alternativa mas que acceder a que nuestra gente fuera desplazada a las reservas donde a cada familia le fue asignado un acre de tierra que no sabía labrar”, explica nuestra guía. Con las mantas que les fueron entregadas para sobrellevar los fríos inviernos, introdujeron enfermedades que los mataron por miles. A través del denominado Code of Indian Offenses de 1883, toda expresión cultural originaria quedó prohibida. También la promesa de una educación gratuita y de calidad resultó ser una trampa: “Las llamadas Indian Boarding Schools –continúa explicando Lily Mendoza– eran internados religiosos diseñados para la asimilación. Desde 1879 hasta 1973, miles de criaturas nativas fueron reconvertidas, desde los cinco años hasta los 18, al odio, al miedo y a la violencia; fueron tratadas como seres inferiores, estúpidas salvajes a las que gritaban, pegaban, insultaban, humillaban e incluso mataban si trataban de escapar. Al tiempo hemos sabido de numerosos casos de abusos sexuales que, seguro, fueron muchos más que los que han transcendido”. Como resultado, generaciones de juventudes vacías, privadas de identidad propia y sin un modo de vida o ni siquiera una actividad a la que aferrarse, regresaron a sus lugares de origen que, como cabía esperar, sintieron extraños.

“Los colonos blancos trajeron el dinero, el alcohol y las drogas a las que nuestra gente se abrazó para evadirse. Esto pronto se tradujo en una espiral de violencia generalizada que ha llegado hasta nuestros días, porque generación tras generación hemos crecido padeciéndola, o conviviendo con ella, siendo testigos, y transmitiéndola sin encontrar la manera de romper este círculo vicioso”, continúa. La metanfetamina hoy es más barata que la cerveza dentro de la reserva, y su consumo es generalizado.

Todas las fuentes entrevistadas durante nuestra estancia en la reserva testificaron innumerables casos de acoso, violaciones, incestos, progenitores que obligan a sus criaturas a traficar con droga o las prostituyen… Un escenario especialmente terrorífico para las mujeres: en Pine Ridge, en el 90 por ciento de los hogares las mujeres sufren violencia machista, pero no hay una sola casa de acogida en la reserva.
 

Paraje de Dakota del Sur. / Foto: Irantzu Pastor

“Los agresores saben que, para la gran mayoría, la vida dentro de la reserva es un infierno. Los hombres que las abordan saben que muchas no dudarán en aceptar que les lleven en coche, o no vacilarán ante una falsa invitación. En otros muchos casos, suponemos que simplemente las asaltan antes de violarlas. Luego se deshacen de los cuerpos”. Lily Mendoza y su compañeras sospechan que las redes de trata con fines de explotación sexual y tráfico de órganos también tienen mucho que ver en esto: “Sabemos que una niña indígena virgen cuesta 5.000 dólares”.

Las activistas de la Red Ribbon Skirt Society y otros colectivos ven una clara relación entre el emplazamiento de los denominados Man Camps, los casinos y algunas cifras particularmente altas de mujeres nativas desaparecidas. Los Man Camps son asentamientos acondicionados para decenas de hombres que trabajan durante meses en la construcción de macroproyectos, como oleoductos. Desde que en 2017 el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, diera luz verde a dos proyectos congelados durante la era Obama, los Man Camps han proliferado de manera preocupante.

La construcción del oleoducto Dakota Acces provocó movilizaciones sin precedentes en Standing Rock para proteger sus tierras sagradas y las aguas del río Missouri. Recientemente, una sentencia federal ha ordenado la revisión de las consecuencias medioambientales del trazado actual. Otro proyecto, el Keystone XL, servirá para transportar 830.000 barriles de petróleo diarios desde la provincia canadiense de Alberta a distintos lugares de Estados Unidos, y supondrá el establecimiento de decenas de Man Camps sobre territorio nativo.

Del total de casos de violación y asesinato de mujeres indígenas que se esclarecen, el 70 por ciento son perpetrados por hombres no nativos, según datos de la Bureau of Justice Statistics. La cifra, aunque significativa, no es suficientemente representativa porque diversos organismos estiman que más de la mitad de las desapariciones, violaciones y asesinatos no se denuncian, especialmente aquellos que puedan implicar a familiares, vecinos o miembros de la misma tribu.
 

Cartel publicitario con la foto de Larissa Lone Hill. / Foto: Irantzu Pastor

Visibilizar lo invisible

En las calles de Rapid City puede observarse la foto de Larissa Lone Hill, una joven lakota desparecida en octubre de 2016, cuya familia ofrece 5.000 dólares a cambio de información. “Larissa fue Miss Indian World, por eso su caso ha sido mediático… y también porque su familia tiene dinero para financiar esta campaña”, explica Mary Black Bonnet, quien sobrevivió a una violación. “Acudí a una comisaría de policía federal donde, tras declarar, me dijeron que no podían hacer nada por tratarse de un indigente nativo. Perdí el oído como consecuencia de los golpes que me propinó. Cogí a mi hija y nos vinimos Pine Ridge, de donde era mi familia”. Junto a las integrantes de la Red Ribbon Skirt Society está completando su propio proceso de curación.

Más allá de los núcleos urbanos adyacentes a las reservas, todo lo concerniente a los pueblos originarios es prácticamente invisible en Estados Unidos. No tienen presencia en la prensa general ni en la televisión y si lo hacen es a través de personajes estereotipados; tampoco en el ámbito de la publicidad, a excepción de los disfraces para Halloween de ‘indios’ e ‘indias’ altamente sexualizadas; no tienen lugar en el sector cultural y artístico… su presencia es mínima, incluso en comparación a los colectivos afroamericano y latino.

“Mediante marchas y otras formas de protesta, sacamos el problema a las calles y ejercemos presión sobre los medios de comunicación para que informen a cerca de este drama”, cuenta Black Bonnet. “Estamos en contacto con asociaciones amigas de Canadá, vamos creando una red interesante”. Entre sus demandas, una dirigida directamente a las autoridades competentes: “La falta de confianza absoluta en la justicia, la ineficacia policial y la sensación de desamparo son la principal razón por la que las familias no denuncian. Porque los prejuicios y estereotipos en torno a las comunidades indígenas afectan de manera negativa en la manera en que las autoridades abordan y persiguen estos crímenes”.

La vergüenza, la culpa, el complejo, el miedo, el aislamiento… también parecen pesar como factores disuasorios. Por eso es tan importante la labor ‘hacia dentro’ de las organizaciones: “Asesorando a las familias en sus procesos, logramos que otras tantas tomen la determinación de acabar con el silencio. Todas las semanas recibimos llamadas que nos hablan de hijas, sobrinas, primas… que perdieron hace incluso 30 años”. Black Bonnet explica que las diferentes formas de violencia sistemática ejercida sobre los pueblos originarios, y contra las mujeres nativas en particular, han acabado por percibirse como algo casi intrínseco a su identidad. “Pero, en Pine Ridge, los hombres han puesto en marcha más de una iniciativa para repensar sus roles y su modelo relacional para con las mujeres. Los más ancianos tratan de hacer recordar, a través de nuestra tradición oral, cómo era la vida en el seno de nuestras comunidades antes de la llegada de los colonos. Y las mujeres, poco a poco, empiezan a tomar conciencia de que las agresiones sexuales no son algo de lo que deban sentirse culpables, avergonzadas o deshonradas. Comienzan a hacerse preguntas, y eso supone un paso muy significativo”.

Este trabajo directo con las comunidades permite además crear una base de datos cada vez más sólida para determinar el número exacto de MMIWG, unas 5.500 en Estados Unidos. En Canadá, la iniciativa Walk 4 Justice de la Native Women’s Association of Canada las cifra en aproximadamente 4.500. Amnistía Internacional Canadá recoge en su informe ‘No More Stolen Sisters’ que la probabilidad de que una mujer nativa norteamericana de entre 25 y 44 años muera asesinada es cinco veces mayor que para el resto de mujeres.

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*Igone Mariezkurrena es licenciada en Periodismo y en Antropología, no puedo evitar mirar y leer desde lo social prácticamente todo lo que hago y me sucede.

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Fuente: Publicado en Pikara el 8 de febrero de 2023 y reproducido en Servindi respetando sus condiciones: https://bit.ly/3XiQOHJ

 

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