Este siglo y esta crisis civilizatoria exigirá definiciones, tanto políticas como existenciales; de eso dependerá el desenlace global. Porque en toda crisis se sabe quién es quién y qué, en verdad, pretendía; porque en las crisis la realidad no se muestra como uno quiere sino como realmente es.
Por Rafael Bautista S.
2 de junio, 2022.- Con la guerra en Ucrania (como continuidad plan-démica en la geopolítica y las geofinanzas), se viene diseminando, en el establishment político (de todas las variantes y todos los colores), una desesperada tendencia fatalista (y hasta suicida) que hace evidente, de modo global, la descomposición del mundo moderno en plena crisis civilizatoria; el mismo tipo de mundo (“único” y “sin alternativas”) que le otorgaba sentido, no sólo a la narrativa imperialista, sino también a sus divergencias, incluso antagónicas.
Crisis civilizatoria
Se dice que, dialécticamente, una totalidad genera sus propias contradicciones, cuyo sentido último descansa siempre en el fundamento que origina a esa totalidad, de modo que, cuando ésta se desmorona, sus propias referencias de sentido también se diluyen; en tal caso, sus propias dicotomías (sobre todo políticas) también pierden vigencia.
Por eso vemos que, su sobrevivencia, a toda costa, destaca no sólo el ocaso de las referencias de sentido habituales, sino también su propio anacronismo que se revuelve confusamente en una realidad que ya no coincide con sus dogmas. Eso es lo que está sucediendo con la izquierda, sobre todo en su versión eurocéntrica; incapaz de liberarse de los mitos modernos que alimentan al propio capitalismo (como el “progreso infinito”, el desarrollo, el futuro, la modernización, la economía del crecimiento, etc.), no sabe sino asumir, hasta de modo fatalista, la narrativa hegemónica de los poderes fácticos, como única opción de su propio acomodo en un mundo que, para colmo, se halla en pleno proceso de descomposición.
Desde que se caracterizó al anacronismo contemporáneo de la izquierda eurocéntrica como “socialismo del siglo XX”, se trataba de establecer las incompatibilidades –tanto teóricas como políticas– entre el tipo de mundo que había parido a esa izquierda y el actual no-mundo distópico que está trastocando todo, incluso los mismos horizontes utópicos.
El antimperialismo requiere hoy, más que nunca, una actualización crítica, ante lo que ahora enfrentamos como desenlace fatídico global
Ya no vivimos en el mundo que la izquierda tiene como única referencia de sentido; es más, el Imperio que la izquierda tiene en mente, ya no coincide con las doctrinas actuales que se implementan por medio de las guerras de quinta generación, y que debieran llevarle a establecer una seria revisión de los marcos de interpretación que hacen polvo en la vetusta artillería de los argumentos antimperialistas que posee. El antimperialismo requiere hoy, más que nunca, una actualización crítica, ante lo que ahora enfrentamos como desenlace fatídico global. La necesidad de resignificarse es ineludible ante una nueva realidad que, mientras no defina su fisonomía, abre la posibilidad de otras direccionalidades históricas que la izquierda nunca ha tomado en cuenta y que ahora se manifiestan como el horizonte crítico más pertinente para desmontar las narrativas que sustentan al capitalismo y la modernidad (y a eso apunta la descolonización epistemológica).
El reseteo mundial que pretende el 1% de los trillonarios y que se expone, de modo soberbio y arrogante, en la conferencia de Davos, por ejemplo, ha venido madrugando todas las opciones de una resistencia antisistema, atrapada todavía en la narrativa colonial y eurocéntrica diseñada precisamente para funcionalizar toda resistencia. Todos son antimperialistas, pero, cuando se pregunta qué entienden por Imperio, resulta que el concepto que manejan es de principios del siglo XX (las dos guerras mundiales y el traspaso hegemónico a USA, no ha merecido un necesario tratamiento geopolítico, gracias, entre otras cosas, al abandono perezoso de la usanza manualista del catecismo revolucionario, que nos decía que la teoría ya estaba hecha, que sólo había que ponerla en práctica).
El Imperio ha evolucionado. Pero no se trata de una evolución de sus formas sino de su propia razón de ser. El propio desplazamiento del capitalismo clásico por el nuevo poder financiero, ha desplomado los propios principios de vida del mundo moderno y todas sus posibilidades; así también ha reformateado el concepto mismo de guerra, de modo que ya aparezca incomprensible como expansión globalizada y modo de alteración continua de todas las dimensiones humanas.
La propia izquierda se halla incapaz de actualizar sus expectativas y vemos cómo todo pretendido cambio estructural es diluido en adaptaciones resignadas al orden vigente. Por eso vemos cómo gobiernos de izquierda, después de haber sufrido golpes, en todas sus renovadas formas, cuando vuelven al poder, lo hacen domesticados, amaestrados, como si el miedo a perder de nuevo el poder, fuera lo único que se proponen administrar.
Hasta podríamos decir que, el capitalismo mismo, ha adquirido la culminación de su madurez, llegando a la autoconsciencia de sí mismo y su lógica suicida. Y esto se podría demostrar con el impulso a las nuevas ideologías que se transvisten hasta en las propias apuestas emancipatorias de la resistencia global, pues tanto el nuevo paradigma postindustrial, el transhumanismo y la inteligencia artificial, se constituyen en el nuevo horizonte de expectativas de novedosos modos de acumulación que puedan definitivamente prescindir de la humanidad; en tal caso, la contradicción capital-trabajo entraría definitivamente en caducidad y estaríamos ante un nuevo orden jamás antes presenciado donde, ya no sólo el futuro, sino hasta los estados mentales, serían la nueva colonización y acumulación de valor póstumo (el paso de la guerra informática a la guerra cognitiva, del qué pensar al cómo pensar, apuntaría en esa dirección).
La modernidad crea su propia realidad, que el capitalismo administra vía despojo sistemático y la política y el derecho lo legitiman, mientras la geopolítica imperial diseña su sistema-mundo correspondiente. Y la actual izquierda está lejos de ofrecernos un diagnóstico acertado del reseteo que pretenden imponer como la única realidad sin sujeto alguno, es decir, como realización de una cuasi perfecta lógica auto-referencial y enajenada, por ello mismo, de todo proceso vital. La vida reducida al algoritmo.
Desde el célebre Informe del Club de Roma de 1972: Límites del Crecimiento; el 1% apuesta a la piadosa inmolación sacrificial como única ética de la lógica del capital. Genera el relato del Antropoceno y, con todas las variantes posibles, disemina hasta en los movimientos emancipatorios, los principios eugenésicos de la clasificación antropológica racializada del mundo moderno: para salvar a la humanidad, hay que deshacerse de la humanidad. Si fueron primero los indios, después los negros, ahora son los rusos (Florence Gaub, investigadora franco-alemana, subdirectora del Instituto de Estudios de Seguridad de la Unión Europea, expresa ese racismo metafísico como el nicho desde donde Occidente se inventa siempre a los enemigos de la humanidad que hay que aniquilar: “los rusos, aunque parezcan europeos, no lo son”).
Desde John Locke, pasando por Malthus y ahora Bill Gates, Soros o Klaus Schwab, el capital es quien habla y sentencia: hay que deshacerse de los que sobran. El capital no puede dejar de crecer; si no crece de modo constante y exponencialmente, muere. Si la humanidad constituía su mediación necesaria, ahora, según su lógica, ya no, entonces puede prescindir de ésta. Sus apologistas lo saben y, como han fetichizado toda relación con éste, hacen y harán hasta lo imposible e impensable para transferirle exponencialmente vida formal y material, es decir, real. Para ellos también se trata ya de pura sobrevivencia.
Los límites físicos del planeta y la inevitabilidad de un mundo multipolar, son la amenaza que descubre esa lógica suicida, expuesta en tres narrativas complementarias que, hoy en día, son la ideología decadente, pero, aun así, todavía hegemónica en los ámbitos académicos que (de)forma a la propia izquierda: la narrativa metafísica moderna, el relato metafísico imperial (y su mitología democrática), y la cosmología y cosmogonía eurocéntrica occidental.
Que el capitalismo se haya naturalizado es gracias a la “modernización” como proceso ideológico de subsunción del dominado como un admitido subalternizado; que expone a la geopolítica imperial centro-periferia, hasta como sentido común en la consciencia periférico-satelital de los colonizados. Esta situación refleja la condición humana actual y establece la cartografía ontológica de los criterios clasificatorios de admisión en el “mundo libre y democrático”. Es ese mundo mitificado el que arremete todo su poder, cuando el Deep State del deep state resetea al Imperio en una paradójica situación post-imperial: compartir el mundo y resignarse a un orden multipolar, es imposible para sus pretensiones exponenciales; si ya no puede tener todo, entonces que nadie tenga nada.
El poder financiero es la culminación de la fenomenología del espíritu del capital. Es el Imperio del capital, sin nación
El poder financiero es la culminación de la fenomenología del espíritu del capital. Es el Imperio del capital, sin nación, por eso puede hasta sacrificar Europa y USA (el Imperio sostenido en el concepto de Estado-nación ya no sirve; el poder transnacional ha redefinido hasta el derecho internacional, sepultando el propio concepto de soberanía). Esa fenomenología es la experiencia al interior de una consciencia que se piensa y se realiza a sí misma; una absoluta teofanía, donde el capital “vuelve a ser Uno con el Padre”, es decir, consigo mismo, con su propia sustancia. El holocausto perfecto, donde se sacrifica todo, para realizar la unión hipostática. Por eso, decir que el capitalismo es antropocéntrico, significa no haber comprendido la naturaleza del capital. La propia modernidad genera un humanismo sin ser humano, porque su racionalidad se encuentra divorciada de la vida.
Inmolando todo es como se realiza en cuanto imperialismo, es la última manifestación de su inconmensurable poder. Sacrificar todo es como apostar todo, y es lo que se propone el Deep State, pues el poder imperial puede apostar todo, es decir, apostar todo de todos, lo que hay y lo que no hay. En eso consiste la autoconsciencia de su poder. De ese modo, el capital puede prescindir del Imperio político, una vez que éste apueste todo, hipotecando todo, hasta lo que ya no hay. Cuando hasta el Imperio lucha por su propia sobrevivencia, es porque hay otro poder, más siniestro, que despliega la guerra total, el caos infinito, la incertidumbre continua; cuando la acumulación por despojo se determina como la especulación pura.
Crisis de la izquierda
Dicen los que saben: si es difícil salir del mundo, más difícil es que el mundo salga de uno; y la izquierda eurocéntrica está presa del mundo que ha originado al capitalismo, por eso sólo puede, muy a su pesar, reponer la economía que tanto critica; aun cambiándole de nombre o etiqueta, sólo es capaz de imaginar un mundo a la medida del capital, porque aun cuando todo aquello está en crisis terminal, sigue embelesada por los mitos que sostienen al capitalismo: el “progreso” y el “desarrollo”; y por ello, también, no puede abandonar los criterios e indicadores de la racionalidad económica moderna, que sólo sirven para justificar una economía del crecimiento, continuando inconscientemente el proceso de aceleración de la destrucción de la vida en el planeta.
Cuando se adjetiva a esta izquierda como “socialismo del siglo XX”, en realidad debiera decirse del siglo XIX, porque el siglo XX ya no manifiesta esa idílica ilusión con el “progreso infinito”; y, desde la imposición del mundo unipolar, el autodenominado “free world” y sus narrativas mitológicas de los derechos humanos, la libertad de expresión, la democracia, la globalización, etc., descubre a una izquierda enclaustrada en las narrativas imperiales y ese optimismo ingenuo por el “progreso” capitalista; por eso se autodenominan “progresistas”. Algo que podía aceptarse en el siglo XIX, pero ya no en el XX, cuando hasta la literatura y el cine, manifestaban ya el desencantamiento con un futuro moderno nada halagüeño. Pero el euro-gringo-centrismo de esa izquierda, fetichizaba en su propio horizonte de expectativas, el fatalismo de un mundo (el mismo que patrocina el capitalismo como modernidad a toda costa) como el único mundo posible. El neoliberalismo había anidado muy bien el “mundo sin alternativas” en la propia izquierda, que interpreta el “otro mundo es posible”, como una posibilidad del propio sistema, es decir, como modernización, desarrollo y progreso.
la dicotomía derecha-izquierda no sirve de mucho, a la hora de establecer qué es lo que está en juego en un supuesto nuevo orden mundial
Por eso, hoy en día, la dicotomía derecha-izquierda no sirve de mucho, a la hora de establecer qué es lo que está en juego en un supuesto nuevo orden mundial y el reseteo global que se propone el 1%. Curiosamente, cierta derecha (como expresión del capital industrial desplazado por el capital financiero) se ha hecho nacionalista, a la hora de establecer que la globalización constituyó una política de despojo de capitales nacionales, incluso del centro. Mientras que la izquierda eurocéntrica se hizo globalista. Sin comprender que la globalización –que además promovió el neoliberalismo– era de carácter financierista y tenía, por objetivo, imponernos un casino global, donde se apuesta todo, desde las soberanías nacionales hasta las apuestas futuras y, en consecuencia, destruir las estructuras estatales de todo el mundo. En ese sentido, la verdadera dicotomía, que describe los trastornos geopolíticos actuales y la crisis global multiplicada, se da entre globalistas y soberanistas (por eso la izquierda globalista europea –muchos de ellos celebrados por la izquierda latinoamericana– se hace portavoz de la narrativa imperial, para vergüenza de su propia tradición).
En ese sentido, si la izquierda sigue creyendo en el mundo que también defiende la derecha, toda la lucha política se reduce en la conquista, la defensa y la disputa del poder. Y esa dicotomía decanta, por parte de la izquierda, ya no en una crítica al poder sino en su más rotunda afirmación.
Crisis de liderazgo
En el panorama nacional, esa contradicción se manifiesta en una perdida de sentido de realidad, a la hora de no comprender el nuevo momento que se vive y obcecarse insistentemente en un liderazgo que pierde actualidad mientras más se cree insustituible. En política, la vigencia no es insistencia.
La vigencia de un liderazgo proviene de la unción que el pueblo produce como legitimidad plena, es decir, cuando el pueblo advierte que su propia reconstitución en sujeto es concordante con un liderazgo que no le expropia su capacidad de decisión sino la restituye. Por eso, quien siembra con el pueblo siempre cosecha legitimidad. Pero, en medio del desmoronamiento de los parámetros epocales y las referencias utópicas, cuando las dirigencias políticas debieran confiar más en el pueblo que en meros dogmas y consignas, lo que se advierte es una obstinada afirmación de los prejuicios propios del mundo que se viene abajo.
En ese sentido, la senilidad en política (o la crítica a los viejos liderazgos) tiene poco que ver con la edad biológica; se refiere más al anacronismo entre la percepción ortodoxa del mundo y la escenificación de algo nunca pensado por la ortodoxia; eso inevitablemente se traduce en la incompatibilidad entre los dogmas heredados y la realidad que precipita el siglo XXI.
Por ello, no es raro ver cómo la contienda política se viraliza en torno al rechazo de algo que debiera, más bien, ser lo más frecuente en el ejercicio deliberativo: la renovación democrática. Decimos que se trata de una nota epocal, porque mostramos que también la izquierda se comprende desde el mismo tipo de mundo que ahora se revuelca en su crisis terminal y pone, también en crisis, no sólo a sus apologistas sino a sus detractores. En tal caso, si se analiza la lógica insistente que considera insustituible un líder en particular, se puede advertir la misma argumentación de la dirigencia octogenaria mundial, que no concibe otro mundo que no sea el mismo de su nostálgica resistencia.
En Bolivia presenciamos aquello, con ciertos matices que es necesario precisar. La resistencia y la derrota al golpe geopolítico que sufrimos el 2019, ha abierto un nuevo momento en el “proceso de cambio” que, si no es puesto a consideración, podría generar la falsa idea de que vivimos una continuo lineal sin novedad alguna.
Este otro momento que vivimos no se instala históricamente por obra y gracia de una dirigencia que ahora pretende poseer una lucidez inexistente pre y post golpe. La supuesta clarividencia que ahora se presume infalible, no sólo demuestra arrogancia sino pérdida de sentido de realidad. ¿Qué hace pensar que ahora les arroba una claridad indiscutible si en el momento crítico no sabían ni a dónde partir? Los hechos están para demostrarnos que, si en su momento debido no sabían qué hacer, peor ahora que el escenario es más complejo, tanto a nivel local como global.
El golpe (en Bolivia) no se produjo de un día para el otro; tuvo su tiempo de germinación en tanto “revolución de colores”, de maduración como consolidación de un bloque clasemediero fascista, de implementación disuasiva operada por la mediocracia y activada por instancias institucionales y, por último, de asalto disruptivo por medio de los aparatos coercitivos en connivencia con los otros poderes estatales. Esto suponía todo un plan ejecutado de modo secuencial y a la vista de todos, teniendo a un gobierno mirando de palco lo que se gestaba en sus propias narices. Por eso hay que decirlo: el éxito de una “revolución de colores”, como pantalla ideológica de lo que es un novedoso golpe de Estado, depende del grado de inserción e infiltración que se logra en las propias capacidades políticas del gobierno de turno.
Esa supuesta “clarividencia” e “infalibilidad” debía ser capaz de desenmascarar, desmontar y quebrantar, en su debido momento, una insurgencia fascista que tenía por objetivo, mediante el genocidio, aniquilar al pueblo y su horizonte utópico. Por eso el golpe fue contra el pueblo y el pueblo comprendió aquello cuando quemaron la wiphala. Fue el pueblo boliviano, autoconvocándose, que resistió y venció al golpe; no gracias sino a pesar de una dirigencia gubernamental que protagonizó, en su ausencia y retirada, aquel enajenamiento del proyecto indígena-popular que ya arrastraba, como un nuevo rapto del poder popular.
Y esto fue afirmado por sus portavoces cuando desplazaron al sujeto indígena, declarando que el actor del proceso de cambio era ahora la clase media; pues bien, esa clase media que tanto mimaban fue la base de reclutamiento que impulsó la oligarquía para iniciar un proceso de desestabilización continua y creciente. El sujeto que debía potenciarse, desde una decidida política de Estado, fue desplazado sistemáticamente y la dirigencia gubernamental de una izquierda eurocéntrica se erigió como sujeto sustitutivo, tomando a una clase media (que ya no compartía, dentro o fuera del gobierno, el horizonte indígena-popular) como su artificiosa base de legitimidad.
Estos protagonizaron una maldición en política: retornar a su origen de clase; por eso fueron paulatinamente abandonando las banderas del “proceso de cambio”, que siempre debió haber sido una “revolución democrático-cultural”, vanguardizada por el verdadero sujeto del cambio, es decir, el sujeto plurinacional, o sea, indígena-popular. Por eso nunca comprendieron la descolonización (que demagógicamente proferían de boca para afuera) y, en consecuencia, nunca impulsaron el “vivir bien” que, para ellos, eran pura “pachamamadas”.
Ese desprecio los delató como la izquierda eurocéntrica incrustada en la revolución más genuina que había protagonizado nuestro pueblo, fiel a una forma de vida que resistió, pervivió y nos enseñó que, volver a ser comunidad y reencontrarnos con la PachaMama, era la apuesta más verdadera, justa, digna y racional que, como nación, podíamos proponernos. Eso es lo que en el mundo había despertado una luz de esperanza ante la orfandad utópica en la que se encuentra esta dramática crisis civilizatoria mundial.
Por eso la dirigencia desplazada sólo tiene, como único horizonte político, la disputa por el poder. Y para proceder a la recaptura del poder, saben que necesitan encumbrar, a toda costa y a cualquier precio, al liderazgo que les asegura su sobrevivencia política. De ese modo, el líder, para este ámbito palaciego –el denominado entorno blancoide– es la única carta que les asegura su permanencia de elite política; sin el líder, ellos desaparecen y ya no tendrían razón de existencia política. Entonces, no es que defiendan al líder de cualquier desvío revolucionario, sino que calculan su permanencia política gracias al amparo del líder, es decir, lo usan como única garantía de su sobrevivencia.
El asunto es de pura sobrevivencia y eso delata, en estos, una idiosincrasia compatible con la senilidad política de un mundo que se resiste a desaparecer, aun cuando las evidencias de su decrepitud y descomposición ética, cultural y civilizatoria con innegables. El mundo que está colapsando encuentra en estos su referencia encarnada: no pueden imaginar otro mundo, con otros actores y otros sujetos que no sean ellos. Y si les preocupa perder lo ganado, debieran ser los primeros en reafirmar su fe en el pueblo y en lo que el pueblo cree (única garantía de consolidar un proceso revolucionario).
Querían cambiar el mundo, pero nunca se liberaron de ese mundo; por eso no pueden dar lugar a la renovación, ni pueden humildemente retirarse, aun cuando la historia ya los superó. El acontecimiento que marca este nuevo momento ya no es octubre del 2003, sino la reconstitución del ajayu, del espíritu del pueblo, hecho sujeto político desde sí, desde su memoria histórica, haciéndose proyecto en medio del genocidio, haciéndose horizonte, ya no como pura resistencia sino como utopía encarnada. Eso constituyó la resistencia y derrota del golpe de 2019. Eso es lo que vimos y presenciamos cuando bajaron de Senkata con los ataúdes de toda nuestra historia. Ese día vencimos al golpe; lo vencimos moral, política e históricamente.
La hegemonía la recuperó merecidamente El Alto, las provincias, el campo. El pueblo se hizo otra vez constituyente, devolviéndose la soberanía política. Pero esa soberanía fue otra vez raptada más allá de nuestras fronteras. Cuando aquí se decidió el binomio, en medio de la lucha y la resistencia; en otros lados, entre cuatro paredes, se arrebató de nuevo la soberanía popular y se expropió la decisión del pueblo.
La esperanza retornó, creyendo que se comenzaba una renovación necesaria, pero el triunfo no previsto descubrió al nuevo gobierno sin programa, sin nuevas directrices, improvisando un continuismo que ya sólo constituía una adaptación a las políticas y narrativas globales.
Por eso, cuando las consecuencias de la plan-demia debió de servirnos para pensar y proponer un sistema de la medicina propio y referido a nuestras propias necesidades nacionales e impulsar una recuperación económica enfocada a la necesaria soberanía alimentaria y garantizar, de ese modo, nuestra autosuficiencia ante la crisis alimentaria que se viene, además de pensar en una soberanía energética antes de, ingenuamente, apuntar a una industrialización clásica; las apuestas gubernamentales no hacen sino reiterar la retórica desarrollista que fracasó en el siglo XX.
Y lo hacen ya extemporáneamente, ya que la retórica imperial va por el paradigma del Antropoceno y, por esa vía, funcionaliza hasta a los movimientos indígenas. El discurso de las energías limpias y la transición energética se sostiene en el relato ambientalista que patrocina el primer mundo, ante su imposibilidad de control del gas y del petróleo. En ese sentido, la defensa de la naturaleza y la crisis climática (que el Antropoceno llama “cambio climático”, por obvias razones, para deslindar responsabilidades tangibles y culpar a toda la humanidad pasada y presente) son manipuladas para generar un nuevo ciclo de acumulación vía colonización de la biomasa.
Por eso la imagen oenegista del “bon savage” convierte a los pueblos indígenas en meros guardianes de los reservorios naturales para un posterior asalto transnacional. En este caso, la izquierda critica al pachamamismo, pero no se hace la autocrítica: si bien los pachamamistas piensan la naturaleza sin sujeto, los izquierdistas ni siquiera la piensan, igual que los capitalistas.
Este siglo y esta crisis civilizatoria exigirá definiciones, tanto políticas como existenciales; de eso dependerá el desenlace global. Porque en toda crisis se sabe quién es quién y qué, en verdad, pretendía; porque en las crisis la realidad no se muestra como uno quiere sino como realmente es. Se dice que, en la crisis que se avecina, no sobrevivirán todos; pero ese deseo del 1% puede ser su maldición, si los pueblos retornamos a nuestras propias formas de vida y nos distanciamos existencialmente del derrumbe imperial y del mundo que lo ha parido.
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