Muertes prematuras y violencias carcelarias en México:

Leo Zavaleta en su casa tras su excarcelación. Foto: Lucía Espinoza Leo Zavaleta en su casa tras su excarcelación. Foto: Lucía Espinoza

Mujeres indígenas presas y racismo estructural

​A través de las vidas y muertes prematuras de cuatro integrantes de la Colectiva Editorial Hermanas en la Sombra, la autora comparte las reflexiones de su trabajo durante 12 años con mujeres indígenas privadas de su libertad: el racismo en las cárceles, el ocultamiento de la etnia en los censos penitenciarios, la violencia carcelaria y la prisión como mecanismo de despojo. Lo que empezó siendo una investigación académica sobre el acceso a la justicia para mujeres indígenas, se ha convertido en un proyecto de vida acompañando la lucha de las mujeres en reclusión a través de la escritura.

Por Rosalva Aída Hernández Castillo*

En Memoria de mis hermanas: Leo, Morelitos, Rosita y Mica.

Debates Indígenas, 12 de abril, 2021.- La geógrafa feminista Ruth Gilmore define al racismo como el acto por el cual el Estado legítima, reproduce legalmente y explota la vulnerabilidad de un grupo racializado frente a la muerte prematura. Desde esta perspectiva, la cárcel se convierte en un dispositivo racista que produce las muertes prematuras de las mujeres indígenas. El presente artículo narra las experiencias de racismos estructurales que viven las mujeres indígenas que han sufrido las violencias carcelarias y señala que las muertes prematuras son el producto de la vulneración de sus cuerpos por un sistema de seguridad y justicia misógino y racista.

Ya muchas académicas y activistas han documentado que la mayoría de los cuerpos que habitan las prisiones de las Américas son cuerpos racializados e inferiorizados: feministas afroamericanas y chicanas como Michelle AlexandreAngela DavisJuanita Díaz-Cotto y Ruth Gilmore Wilson; los estudios críticos de raza de Richard Delgado y Jean Stefancic; los feminismos descoloniales en América Latina como desarrollan Rita Segato y Juliana Arens; y mi propio trabajo, Multiple Injustices, con mujeres presas en México.

Sin embargo, en América Latina ha sido más complicado posicionar este debate, en parte porque el mito del mestizaje ha hecho difícil nombrar al racismo. Bajo la lógica de que las naciones latinoamericanas son producto del mestizaje y que no existen los contextos de segregación racial que caracterizan a los países del norte, se argumenta que quienes están en la cárcel son “ciudadanos”, en su mayoría pobres, que por su contexto de vulnerabilidad económica son más propensos a delinquir. Por lo tanto, incluso las perspectivas más críticas señalan a la criminalización de la pobreza y a la corrupción del sistema judicial, como el problema principal de la justicia penal y los sistemas penitenciarios latinoamericanos.

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Integrantes de la Colectiva Hermanas en la Sombra con Micaela Vargas (en el centro de beige), presa de las estadísticas en la "guerra contra las drogas". Foto: Colectiva Editorial Hermanas en la Sombra.

El color de las cárceles en México

Los trabajos de Rita Laura Segato sobre El color de la cárcel en América Latina: apuntes sobre la colonialidad de la justicia en un continente en desconstrucción apuntan a la complicidad de la academia al silenciar la estructura racista y racializada que marca a las prisiones de América Latina. Estos silenciamientos se ponen en evidencia en el caso mexicano cuando son criterios lingüísticos los que se utilizan en los censos penitenciarios para documentar el número de presos indígenas.

Bajo estos parámetros, la información más reciente con la que se cuenta es del 2017, cuando la Comisión Nacional de Seguridad de la Secretaría de Gobernación informó que la población indígena interna en los centros penitenciarios del país era de 8.412 personas, de una población total de 247.000. De la población indígena, 7.728 pertenecían al fuero común y 684 al fuero federal; mientras que 286 eran mujeres y 8.126 hombres.

El informe también detalla las personas hablantes de idiomas indígenas: 1.849 de náhuatl, 639 de zapoteco, 527 de mixteco, 499 de tsotsil, 491 de tseltal, 412 de otomí, 403 de maya, 361 de mazateco, 356 de totonaca, 334 de tarahumara, 219 de chol, 216 de tepehuano, 212 de chinanteco, 196 de cora, 179 de huasteco, 173 de mixe, 172 de mayo, 158 de tlapaneco, 152 de mazahua y 116 de huichol.

“Muchos indígenas son considerados como población pobre de origen campesino, desapareciendo su adscripción étnica en los censos penitenciarios.”

Sin embargo, a través de mi experiencia en prisiones del estado de Morelos y, las visitas y talleres en los estados de Chiapas, Puebla, Yucatán, Oaxaca y la Ciudad de México, he podido constatar que muchos integrantes de comunidades indígenas tienden a ser considerados como población pobre de origen campesino, desapareciendo su adscripción étnica en los censos penitenciarios. La desidentificación es aún más frecuente cuando se trata de población que ha perdido su lengua materna como consecuencia de las violentas campañas de castellanización impulsadas en las regiones indígenas por la educación pública.

Estos silenciamientos hacen difícil el registro numérico de la población indígena, al mismo tiempo que las jerarquías raciales se siguen reproduciendo en los espacios de reclusión, en donde las pocas mujeres de clase media tienden a ser de fenotipos más blancos y a ocupar espacios de privilegio dentro de la estructura carcelaria. Entre los pocos estudios realizados en torno a mujeres presas que reconocen su especificidad étnica, la socióloga y defensora de Derechos Humanos Ana Paula Hernández ha detallado que las mujeres indígenas representan solo un 5% de la población penitenciaria femenina total, pero conforman el 43% de las recluidas por narcotráfico.

De este modo, las mujeres indígenas se han convertido en rehenes de la guerra contra el narcotráfico, son las presas de la estadística pues el gobierno mexicano ha encarcelado a los sectores más vulnerables de la pirámide del mercado de drogas: en lugar de meterse con los jefes del narcotráfico, lo hace con las mujeres campesinas, pobres, la mayoría de ellas indígenas, que son utilizadas como mano de obra barata y descartable.

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Un informe de 2017 señala que la población indígena interna en los centros penitenciarios del país era de 8.412 personas. FotoDiario TE.

La promesa de campaña que no fue

El actual gobierno de centro-izquierda de Andrés Manuel López Obrador anunció durante su campaña presidencial que cambiaría las políticas antidrogas para dejar de criminalizar a la pobreza y los sectores marginados de la sociedad. Con este fin, lanzó una amnistía para excarcelar a presos y presas indígenas que no hubieran contado con apoyo de un traductor o que estuvieran cumpliendo una pena por delitos de drogas.

Esta Amnistía fue finalmente aprobada por el Poder Legislativo el 22 de abril del 2020, como una medida para despresurizar las cárceles del país en medio de la pandemia de Covid-19. En los hechos, abrió una ventana de esperanza para las excarcelaciones de mujeres presas por interrupción de embarazo, por delitos no violentos, delitos contra la salud (como se tipifica al narcomenudeo), indígenas que no contaron con traductor y las mujeres mayores de 60 años o con pre-condiciones vulnerables a la pandemia.

Sin embargo, a casi un año de emitida la ley nadie ha salido, la mitad de las cárceles del país tienen problemas de sobrepoblación y la mayoría no cuenta con fuentes de agua potable en las celdas, lo que hace a toda esta población vulnerable ante la crisis sanitaria. Es decir que la promesa de acabar con la criminalización de la pobreza y promover una justicia reparadora, que se anunciaron en las campañas políticas, siguen sin cumplirse.

Por el contrario, durante el primer año del nuevo gobierno de López Obrador, 14.000 personas más fueron privadas de su libertad, no se promovieron beneficios de libertad anticipada ni beneficios por razones humanitarias. En los hechos, la promesa de campaña y la amnistía nunca fueron implementadas, por lo que la criminalización de la pobreza sigue vigente en México a pesar del discurso presidencial.

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Rosita Salazar era una mujer nahua que llegó a la cárcel de Atlacholoaya por no poder pagar 40.000 pesos a una prestamista. Para apoyar a su hijo a migrar hacia los Estados Unidos firmó papeles que no podía leer. Foto: Lucía Espinoza

Mujeres indígenas y violencia carcelaria

Una característica de las experiencias de mujeres indígenas presas que no viven otras mujeres racializadas, es que al aplicar el derecho penal en su criminalización y encarcelamiento, el Estado pasa por sobre las jurisdicciones indígenas reconocidas por el Artículo N° 4 de la Constitución Política de México y por el Convenio 169 de la OIT. Además, muchas de las prisiones mexicanas han sido construidas en territorios indígenas, sin respetar el derecho a la consulta previa y despojando a los pobladores de sus tierras comunales o ejidales.

En México, la criminalización de integrantes de pueblos indígenas y su prisionización han implicado una forma más de despojo y desplazamiento forzado, al romper sus vínculos comunitarios, reubicándolos en prisiones lejos de sus familias y ejerciendo sobre sus cuerpos múltiples formas de violencia físicas y simbólicas, que van desde la tortura hasta el aislamiento. En el caso particular de las mujeres indígenas, sufren violencias antes, durante y después de la detención: desde el hostigamiento y la violación sexual hasta la separación de sus hijas e hijos, sus familias y su entorno comunitario, que para ellas representa otra forma de tortura.

“En México, la criminalización de integrantes de pueblos indígenas y su prisionización han implicado una forma más de despojo y desplazamiento forzado.”

El uso de la violencia sexual como estrategia para ocupar los cuerpos y territorios de las personas colonizadas ha sido ampliamente documentado por feministas indígenas como la investigadora Maya-Kaqchikel de Guatemala Aura Estela Cumes. Estas estrategias continúan vigentes como parte de las prácticas represivas de los cuerpos de seguridad en México contra los pueblos indígenas, como veremos en las historias que compartimos en este artículo.

Honoria Morelos, Rosa Salazar, Micaela Vargas y Leo Zavaleta son cuatro mujeres indígenas integrantes de los pueblos mephaa y nahua que aprendieron a leer en el marco de los talleres de nuestra Colectiva Hermanas en la Sombra y escribieron sus historias de vida: redactadas por ellas mismas o compartiendo las mismas con otras mujeres presas que pusieron su pluma al servicio de sus compañeras. El documental Bajo la Sombra del Guamuchil da cuenta de este proceso sororal de escritura y construcción de comunidad.

El libro “Bajo la sombra del guamúchil. Historias de vida de mujeres indígenas y campesinas en prisión” recoge 13 relatos en primera persona sobre la vida en la cárcel.

Para estas mujeres, la escritura fue una herramienta de auto-reflexión y denuncia. Sin embargo, sus muertes prematuras nos llevan a cuestionar los límites de nuestro activismo feminista. Las violencias estructurales marcan de manera profunda la salud de las mujeres con quienes trabajamos, haciendo que los proyectos culturales no puedan confrontar los estragos que la cárcel dejó en las vidas de nuestras compañeras.

Cuatro historias de vidas y muertes en territorios ocupados por prisiones

Honoria Morelos era una mujer nahua de la montaña de Guerrero. Cuando llegó al taller, tenía 70 años de edad y llevaba siete años presa sin haber conocido a su defensor de oficio. Los hijos de Honoria habían migrado para buscar una mejor vida, dejando bajo su custodia a dos nietos. Como uno de ellos enfermó de gravedad, al mismo tiempo que las remesas de sus hijos habían dejado de llegar, Honoria decidió encargar a sus nietos con una vecina y viajar por primera vez en su vida a la Ciudad de México para buscar el apoyo de unos familiares.

En el camino fue detenida en un retén militar acusada de transportar droga. Sin apoyo de un traductor y sin entender por qué se le detenía, fue trasladada al CERESO femenil de Atlacholoaya, donde vivió siete años y aprendió español. La angustia de haber abandonado a sus nietos en la montaña le causó una úlcera gástrica que nunca fue atendida durante su tiempo en reclusión. Toda una vida de mala nutrición, falta de atención médica y violencia doméstica le generaron una salud frágil que influyó en su muerte prematura a los seis meses de haber sido liberada. La liberación se consiguió gracias a la presión que se logró con el documental de la Colectiva que narraba su caso. Murió sin haber podido regresar a su comunidad de origen. Parte de su historia ha sido compartida en nuestra serie Cantos desde el Guamuchil. Historias de Vida de Mujeres Indígenas en Reclusión.

Rosita Salazar era una mujer nahua de Xoxocotla, Morelos, que llegó a la cárcel de Atlacholoaya por no poder pagar 40.000 pesos a una prestamista, dinero que pidió a crédito para apoyar a su hijo a migrar hacia los Estados Unidos en busca de una mejor vida. Firmó papeles que no podía leer y por la mala voluntad de la agiotista fue llevada a la prisión de Atlacholoaya. Los padres de Rosita habían sido ejidatarios, pero ella, por ser mujer, no heredó tierras y tuvo que trabajar como albañil junto a su marido, que tampoco contaba con terrenos para sembrar.

Su comunidad es vecina del pueblo de Atlacholoaya, donde se establecieron los penales para mujeres y para hombres. Los campesinos de esa región han tenido que migrar a otras zonas urbanas por falta de tierras para trabajar. De modo paralelo, la construcción de la “ciudad judicial” donde está la cárcel ha implicado la edificación de zonas habitacionales de bienestar social que han cambiado de manera definitiva el paisaje rural. Ahora se divisa una gran mancha urbana en medio del campo. La prisionización desplaza forzosamente a la población indígena dado que muchas veces las cárceles se instalan en regiones indígenas, colonizando el territorio que antes era ocupado por los pueblos originarios.

Durante los cuatro años que estuvo en prisión, Rosita sufrió las consecuencias de la aplicación de dosis equivocadas de insulina para tratar su diabetes: al momento de salir libre, se encontraba casi ciega. Las secuelas de los años en prisión afectaron su salud de manera profunda hasta ocasionarle la muerte. Durante los dos años que sobrevivió a la cárcel, Rosita siguió escribiendo: sus textos denuncian las injusticias y el racismo del sistema judicial. Rosita llevaba en su cuerpo y su ceguera los estragos de una intersección de violencias sufridas por ser mujer, pobre e indígena.

“Rosita Salazar era una mujer nahua de Xoxocotla que llegó a la cárcel de Atlacholoaya por no poder pagar 40.000 pesos a una prestamista. Había firmado papeles que no podía leer.”

Micaela Vargas, mujer mephaa de Tlacotepec, fue encarcelada por delitos de drogas. Casada de manera forzada a los 13 años, su vida estuvo marcada por la violencia: primero por el asesinato de su esposo que la dejó viuda siendo menor de edad y luego por la violencia doméstica de su segundo marido, con quien tuvo 11 embarazos, de los cuales sobrevivieron solo ocho de sus hijos. Las condiciones de extrema pobreza, desnutrición y falta de infraestructura sanitaria en las regiones indígenas hacen que la muerte infantil sea el “pan de cada día” para muchas mujeres.

La falta de tierra agrícola obligó a su familia a migrar a la ciudad de Cuernavaca, se ubicaron en los vagones vacíos de un tren abandonado y vendieron pan en la calle. Tras la muerte de su esposo por alcoholismo, el narcomenudeo se convirtió en una forma de sobrevivencia. Al ser capturada en una redada, Micaela fue condenada a diez años y cien días de prisión. Durante los años en reclusión aprendió español y su salud se fue deteriorando por diversos problemas gastrointestinales. Sobrevivió cuatro años en libertad, entrando y saliendo de hospitales públicos, hasta que finalmente murió con un cuadro clínico que incluía diabetes y problemas agudos del sistema digestivo.

“Tras la muerte de su esposo por alcoholismo, para Micaela el narcomenudeo se convirtió en una forma de sobrevivencia. Fue condenada a diez años y cien días de prisión. Su salud se fue deteriorando por problemas gastrointestinales.”

Leo Zavaleta fue nuestra primera pérdida por Covid-19. Era una mujer mephaa de la montaña de Guerrero y aprendió a escribir en reclusión, convirtiéndose en una de las más prolíficas escritoras de la Colectiva Hermanas en la Sombra. Le tocó estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado, totalmente inconsciente bajo los efectos del alcohol. Fue detenida y torturada sexualmente por efectivos de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI), lo cual le provocó un coma diabético que casi le cuesta la vida.

Después de vender su casa para pagar una defensa privada, Leo fue declarada inocente tras un proceso que duró cuatro años. En libertad, dejó por completo el alcohol y publicó su propio libro Los Sueños de una Cisne en el Pantano con apoyo de la Colectiva. Sin embargo, la diabetes profundizada por la mala alimentación durante sus años en prisión y los estragos de la tortura la dejaron con una salud muy frágil, que hizo imposible su recuperación al ser contagiada por el virus del Covid-19.

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Honoria Morelos con Águila del Mar (poeta en reclusión) y Aída Hernández. Sin apoyo de un traductor y sin entender por qué, Honoria fue detenida en un retén militar acusada de transportar droga. Tras siete años de angustia fue liberada por la presión social. Foto: Colectiva Editorial Hermanas en la Sombra.

Recordar, denunciar y honrar

Las vidas y muertes de estas cuatro mujeres ejemplifican los estragos que las violencias estructurales y extremas han dejado en sus vidas. Al ser originarias de geografías racializadas, en donde se concentra la pobreza, la falta de servicios de salud, la violencia del crimen organizado, la militarización y la violencia de grupos armados, se puede afirmar que sus muertes fueron prematuras a consecuencia del racismo estructural.

En este sentido, las jerarquías raciales ubican a ciertos cuerpos en determinados espacios y dirigen de manera diferencial los recursos y las políticas públicas a distintos territorios dependiendo los cuerpos que los habitan. En contextos de extrema violencia, como el que se vive actualmente en México, cuerpos como los de Honoria, Rosa, Micaela y Leo fueron construidos como desechables y ubicados en territorios específicos, frente a otros que se construyen como el locus de la “vida valiosa”.

Hay autoras que se refieren a la muerte socialcomo Lisa Marie Cacho, que en el caso de estas cuatro mujeres indígenas, representó la muerte física, en donde la ilegalidad racializada y la criminalización de las más desprotegidas permitió invisibilizar su valor como personas. Sirvan estas líneas para recordar el valor de sus vidas, denunciar el racismo que hizo posibles sus muertes y honrar su memoria difundiendo sus escritos.

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* Rosalva Aída Hernández Castillo es profesora e investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS). Es integrante de la Colectiva Editorial Hermanas en la Sombra y de la Red Feminista Anticarcelaria de América Latina.

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Fuente: Publicado por la revista digital Debates Indígenas como parte de la serie especial: Mujeres Indígenas en prisión: https://www.debatesindigenas.org/notas/92-violencia-carcelaria-mexico.html

 

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