En los últimos años se intensificaron las actividades mineras en el río Kaka y se incrementó el uso de mercurio para amalgamar el metal precioso. Las comunidades de indígenas lecos cultivan sus alimentos y pescan en estas tierras y aguas contaminadas. Aunque los riesgos son evidentes, no hay estudios sobre cómo esta comunidad es afectada y expuesta en su salud ni políticas públicas que los atiendan.
Por Karen Gil*
Debates Indígenas, 8 de noviembre de 2021.- Yheiko, Gadiel y Daryl esperan impacientes el arribo de la lancha. Están emocionados porque irán a buscar peces río abajo. A sus siete, nueve y diez años, les anima seguir los pasos de don Hernán Tupa, su abuelo. Él es uno de los pocos pescadores de Tomachi, una comunidad indígena leco donde las concesiones mineras explotan oro a las orillas del río Kaka y afectan la fauna de este lugar de la Amazonía boliviana.
Son las 12.30 del mediodía y el bote que nos debe transportar llegó recién al puerto de Tomachi, ubicado en Teoponte, departamento de La Paz. Llegó cuatro horas después de lo pactado debido a la fuerte lluvia que cayó en la madrugada. Los niños esperaban ansiosamente navegar, por lo que suben rápidamente a la lancha.
—Es la primera vez que viajamos en bote— dice Gadiel, mientras se acomoda en las tablas que sirven de asiento.
—Yo ya he viajado antes con mi papá— presume su primo Yheiko.
Navegaremos por varias horas en busca de peces hasta Catea, que está entre este punto y el Parque Nacional Madidi, del municipio de San Buenaventura. A modo de juego, los chicos cuentan las dragas que operan en el río Kaka. No pasan ni cinco minutos de viaje y gritan: “¡Draga!”. En menos de 15 minutos se suman cinco más. Todas son propiedad de empresas colombianas que llegaron en 2015. Son enormes máquinas, de al menos 10 metros de largo y 12 de ancho, que se encargan de remover la tierra bajo el agua en busca del metal precioso que hay cerca de las riberas. En todas las dragas flamea una bandera boliviana.
Las dragas colombianas dentro del territorio indígena Leco. Foto: Mauricio Durán
La decisión de convertirse en actores mineros
En los últimos siete años se intensificó la presencia de las dragas, principalmente, de propiedad extranjera. El territorio indígena leco, a diferencia de otros en la Amazonía, tiene una larga trayectoria minera. Según los historiadores, esta actividad ya se practicaba antes de la Colonia y, tras la fundación de la República, se comenzó a combinar la extracción rústica con la pesca y la caza.
Al ver la entrada masiva de empresas (que inicialmente eran nacionales), a partir de la década del ‘90 los indígenas decidieron en convertirse mineros. Poco a poco las comunidades nativas se transformaron en cooperativistas dado que, según la normativa minera, solo así podrían explotar el oro.
Al ver la entrada masiva de otras empresas a partir de los años 90, los indígenas decidieron volverse en mineros, por lo que poco a poco las comunidades nativas se convirtieron en cooperativistas.
“Las comunidades obligatoriamente hemos tenido que volvernos actores mineros, como cooperativas, para defender y gozar de la riqueza mineral de nuestro territorio. Si no nos convertíamos, el Estado metía gente de otro lado y ellos se llevarían todo. Nosotros íbamos a ser simplemente empleados”, explica el presidente de los Pueblos Indígenas de Larecaja, Marcelo Dibapuri.
Por eso, existen muchas concesiones o derechos mineros en este territorio que cruza los municipios de Mapiri, Guanay, Teoponte y Tipuani. Si bien no se conoce el dato exacto de la cantidad de compañías, solo en Teoponte hay dos centrales cooperativas con alrededor de 75 mineras cooperativistas.
—¡Ocho!— grita Jeico y señala una draga al lado izquierdo, ya cerca de Mayaya, a más de una hora por río.
De cien peces a dos o cinco
Las maquinarias pertenecen a las empresas que explotan el oro, las cuales se asocian con las cooperativas que obtienen las concesiones, otorgadas por la Autoridad Jurisdiccional Administrativa Minera, pese a que la ley lo prohíbe. Las cooperativas se quedan con el 30% de la ganancia obtenida y vendida a las comercializadoras, mientras que las firmas privadas se llevan el 70%.
Al igual que los afluentes de la cuenca amazónica, el río Kaka tiene aguas turbias porque arrastran arcilla y material orgánico. Sin embargo, en los últimos años empezó a teñirse de tonos negruzcos por la mayor cantidad de líquidos y metales que contaminan, entre ellos, el mercurio.
El anciano recuerda que cuando era joven pescaba de a 100 peces, pero que ahora con suerte saca entre dos y cinco.
“Aquí era una belleza. El río no era así. A partir del río Coroico hasta el encuentro con el río La Paz, el río Beni era cristalino. Estoy de acuerdo con que se exploten los recursos, pero no que lo vayan a destruir desplomando el monte, ahora están causando un desastre”, señala Don Hernán mientras pijcha coca para ganar fuerzas. El anciano se inició en la pesca a los 5 años de la mano de su padre y abuelo. Recuerda que cuando era joven pescaba de a 100 peces, pero que ahora con suerte saca entre dos y cinco.
Actualmente, solo se encuentran peces en Quendeque, río abajo, ya que al estar dentro del Parque Nacional Madidi, los guardaparques impiden que haya pesca indiscriminada y minería. Si los pobladores de Tomachi quieren comer pescado, tienen que ir hasta allá.
Las posibilidades de pescar son cada vez más complicadas y las comunidades deben ir río abajo. Foto: Mauricio Durán
En búsqueda del oro
El territorio Leco Larecaja abarca cuatro municipios: 60% en Guanay, 20% en Teoponte, 10% en Mapiri y 10% en Tipuani. Cuenta con 4.000 familias, muchas originarias del lugar, y otras procedentes de tierras altas que también se autodenominan lecos. Con 360 familias, Tomachi es la tercera comunidad con más habitantes. En el centro del pueblo, se encuentra una plaza y una casa comunal a medio construir, que se edificó con la plata que deja la cooperativa concesionaria al lugar (2% de las ganancias). Sin embargo, las construcciones están inconclusas hace más de tres años.
A medida que navegamos, el río se vuelve más ancho y los cerros que lo rodean ya no muestran árboles y arbustos, sino tierra infértil. En las riberas se ven montones de rocas que sobraron de la ampliación de la franja de seguridad del río.
—Tanta piedra que le meten al río, cambia el cauce— dice Stanley, el conductor del bote, un indígena leco que trabaja hace mucho tiempo navegando.
—Mira allá. Esos son barranquilleros— advierte el guía Waldo Valer y señala a unas seis personas que acampan al borde del río en busca del metal precioso.
Por estos lugares es común ver hombres y mujeres barranquilleros. En esta época es cuando más presencia tienen en las orillas. Algunos trabajan de forma aislada en diversos puntos de las riberas, otros esperan a las 7.00 de la mañana o al mediodía para rescatar el oro de los residuos que las empresas dejan. En este río, toda la lógica de trabajo gira alrededor de la minería. Absolutamente nadie pesca.
Uno de los barranquilleros remueve la tierra con pala para ver si tiene mejor suerte en su búsqueda de oro. Foto: Mauricio Durán
El uso del mercurio en la minería del oro
Son las seis de la tarde y el ajetreo en el río no para. Las lanchas llenas de mineros se cruzan con otras que cargan hasta 20 barriles, que contienen entre 2.000 y 3.000 litros de diésel para las máquinas. Más tarde, será desechado al río junto al aceite: una práctica que afecta diariamente a los peces y deja rastros en las rocas. Las lanchas con barriles parten del puerto de Mayaya, el distrito más grande de Teoponte que concentra la mayor cantidad de actividades mineras. Solo allí hay 38 cooperativas registradas y ocho concesiones mineras.
Hernán señala dos rocas plomizas que forman una suerte de cerro en una extensión de 100 metros y que rompen con el paisaje verde de la Amazonía. Tras la explotación aurífera, los mineros colocan las rocas formando paredes cerca del cerro y dicen que con ello reponen el monte desmontado, una de las obligaciones de las empresas. Nadie se encarga de verificar que estas sean verdaderas reposiciones.
Tras la explotación aurífera, los mineros colocan las rocas formando paredes cerca del cerro y dicen que con ello reponen el monte desmontado, una de las obligaciones de las empresas.
El mercurio es un contaminante peligroso para la salud y el medio ambiente, por eso su uso y comercialización están prohibidos en la mayor parte de los 140 países que firmaron el Convenio de Minamata en 2013. El libro El Mercurio en Bolivia: línea de base de usos, emisiones y contaminación informa que la extracción de oro con mercurio es responsable del 82,3% de las emisiones de este metal en el país. Hasta 2015 se emitían más de 37.579 kilos por año, de los cuales 10.146 eran vertidos a la atmósfera, 19.120 al agua y 12.806 al suelo.
Probablemente el uso de este metal pesado se incrementó en el norte de La Paz, donde se extrae la mayor cantidad de oro. Según el Centro de Documentación e Información Bolivia, hubo una ampliación de las zonas de explotación y aumentó el número de derechos mineros entre 2015 y 2017.
En este río, todos los actores que explotan oro emplean mercurio. Este metal afecta a la salud de los que lo manipulan, pues al fundirse para captar el oro expulsa vapores que son tóxicos para los humanos y la atmósfera. Además, cuando el fluido de mercurio se derrama en el medio natural se vuelve metilmercurio, compuesto neurotóxico que afecta al agua y a los peces. Un buscador de oro leco de unos 60 años cuenta que contiene la respiración cuando manipula el mercurio. Hace 15 años que se dedica a la minería artesanal y es consciente de que el mercurio lo está matando.
Don Hernán y dos de sus nietos cerca de la poza abandonada por la empresa china en Pahuirno. Foto: Mauricio Durán | La Brava
Un río sin tregua
La falta de protección no solo se observa en los mineros artesanales. Según el diagnóstico realizado por PlagBol en el municipio de Guanay, que lleva adelante el proyecto “Promoviendo una minería de oro libre de mercurio”, los trabajadores mineros no cumplen ninguna medida de seguridad. Es probable que en el resto del territorio leco ocurra lo mismo.
Un estudio de la Red Internacional de Eliminación de Contaminantes agrega que las mujeres del pueblo indígena Esse Ejjas del río Beni, presentan altos niveles de intoxicación por mercurio por el consumo de pescado contaminado. Los tres centros hospitalarios de Guanay, Teoponte y Mayaya no cuentan con estadísticas sobre intoxicación por mercurio porque no existe un protocolo médico para identificar las patologías. El director del Cedib, Oscar Campanini, explica que los impactos del mercurio en la salud no son inmediatamente visibles y que las consecuencias se sienten a lo largo de los años.
Un estudio agrega que las mujeres del pueblo indígena Esse Ejjas del río Beni presentan altos niveles de intoxicación por mercurio por el consumo de pescado contaminado.
Las autoridades de Teoponte y de Guanay, y del Gobierno nacional manifiestan que la ausencia de estudios sobre el impacto de mercurio en los lecos es debido al costo.
Creen que es necesario aliarse con universidades y la cooperación internacional. Entre tanto, los lecos son conscientes de que están siendo envenenados por el mercurio. Para Elizabeth López, investigadora especialista en minería en Teoponte, la ausencia de información demuestra y el crecimiento de la minería demuestran el abandono sistemático del Estado. A su vez, concluye que la resignación de los indígenas refleja el sentimiento de no poder cambiar una forma de vida ni hallar una solución.
La noche llega a Teoponte. Se encienden las luces de los dragones y de los campamentos sobre los cerros a lado del río. Aparece un dragón enorme. Está a la espera de diésel. Hay 15 personas adentro, muchas de nacionalidad china, que son las que más trabajan en el sector. Cerca de las ocho de la noche, llegamos a Pahuirno, comunidad leca, donde pasaremos la noche al borde del afluente y dormiremos con el ruido de las dragas que no dan tregua al río.
- Una versión anterior de este artículo fue publicada en la revista digital La Brava.
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*Karen Gil es periodista de investigación, especializada en temas relacionados a derechos humanos, mujeres y pueblos indígenas. Es autora del documental Detrás del TIPNIS, del libro Tengo otros sueños y coautora de Días de furia. En 2016 ganó el Premio Nacional de Periodismo de la APLP en su categoría digital.
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