Servindi, 3 de abril, 2023.- La artista y antropóloga andina Lucy Nuñez Rebaza ha fallecido provocando consternación en las personas que conocieron de su dedicación a la investigación y defensa de la cultura andina.
Tal es el caso del investigador y músico Marino Martínez quién recuerda su entusiasmo como directora de investigación en la Escuela de Folklore José María Arguedas frente a las limitaciones de salud y las amarguras burocráticas.
Lo mismo ocurre con Rodrigo Núñez Carvallo que en homenaje hacia su alta figura nos comparte un relato donde Lucy es un personaje principal, al lado de Máximo Damián y con la presencia de José María Arguedas.
Hacemos nuestro el deseo expresado por Núñez Carvallo para que los dioses andinos la acompañen en su largo viaje al son de las tijeras...
El violín de Máximo
Por Rodrigo Nuñez Carvallo*
tonada con algunos pasos
Vamos a ver a Máximo Damián, me dijo Lucy aquella noche de fiestas patrias. Me he citado con él a las ocho en El Agustino. Atravesamos toda la ciudad en el Taunus verde de mi amiga y perdimos la brújula llegando al hospital de Bravo Chico. Era una noche cerrada y mortecina. Las calles polvorientas no llevaban a ninguna parte, y los pocos postes apenas si alumbraban. ¡Se me volteó el burro? exclamó Lucy ente risas y nervios. ¿Y ahora qué hacemos? La verdad es que no tengo idea de dónde estamos, repliqué. Yo tampoco. Pero felizmente mi amiga tenía un fino oído. Sacó media cabeza por la ventana justo cuando la garúa era sacudida por el rumor lejano de un violín. ¡Por allá? dijo señalando con el dedo el infinito y comenzamos a seguir las vibraciones de las cuerdas hasta dar finalmente con el centro social Andamarca, donde una fiesta se extinguía.
¿Y Máximo? Máximo estaba exultante en una esquina tocando como un alucinado. La gente no se terminaba de ir para escucharlo, pero al vernos interrumpió el huayno y guardó el instrumento en su estuche negro. Vamos, pues, a seguir haciendo música, dijo con su divina humildad, y se subió al Taunus. En el camino comenzó a interpretar el carnaval de Tambobamba. Esta canción cómo le gustaba al señor José María, sentenció. Volvió a empuñar el violín y lo apoyó entre el cuello y el mentón.
Al rato, Máximo interrumpió su canción: Yo comencé a tocar bien chiquillo, así viendo nomás he aprendido de mi papá. Me sentaba a su lado en las fiestas y veía cómo colocaba el arco y pulsaba las cuerdas para afinarlo. Pero no me lo emprestaba. El violín sirve para borracherías, me decía. Pucha, que la tentación era grande. A veces me lo robaba y me iba por los campos en lugar de ir a la escuela. Yo tocaba, nomás, escuchaba las cascadas, las voces de los pajaritos, los riachuelos cuando bajan entre piedras, los moscardones, del viento su sonido cuando va a venir la lluvia o el granizo. Tocaba de oído y de ver. Otras veces me escondía en el corral de los chanchos y ellos se ponían contentos con mi música. Un día mi papá se enfermó para la celebración de San Isidro Labrador. No hay fiesta entonces en San Diego de Ishua, dijeron todos apenados en el pueblo. Yo voy, papá. Qué vas a ir si no sabes tocar. Fui corriendo y saqué su violín que colgaba en la pared. En su cuarto toqué y mi padre se puso a llorar. Vas a ir a la festividad, pero me traerás el dinero, me dijo. Desde ese día me llamaban para ir a todos los pueblos. Hasta Chipao he llegado. Nadie creía que un chico de apenas doce años dominara el violín. Tocando y tocando me amanecía.
El ruido de los cláxones de los carros se confundía con los agudos del violín en una sinfonía atronadora, perfecta, un contrapunto de cordillera y motor, como si el arco de crines atravesara el metal y se fundiera en un acorde con la puna. Máximo Damián siguió arremetiendo contra las cuerdas de tripa hasta que llegamos a mi casa, donde percibimos unas extrañas sombras. Eran Mirella y un grupo de amigos que nos esperaban. ¿Y dónde es la juerga? preguntaron. Vamos al restaurante de mi vieja, invitó Mirella. Allí podemos seguirla.
Nos subimos todos al viejo Taunus y llegamos justo cuando la mamá de Mirella y el mozo cerraban la cortina metálica de La Pinta. Esperamos que se alejaran y nuestra amiga abrió con presteza los candados. Luego empujó la portezuela enrollable y prendió la llave de luces. Música, maestro, pidió Lucy. Máximo comenzó a tocar, pero el sonido quedó suspendido. ¿Todo es gratis, nomás, señorita Mirella? preguntó el violinista con picardía al ver el bar tapizado de licores. Claro, Máximo. Sírvete lo que quieras. Nuestro amigo miraba con deleite la estantería detrás de la barra. Luego tomó un vaso y se sirvió un whisky en las rocas.
Toda la maquinaria del restaurante se echó a andar. Los pollos se revolvían en los hornos circulares, la cerveza salía helada y espumosa de los barriles y las freidoras crepitaban con la humedad de las papas. Máximo, toca música de los danzantes de tijeras, pidió Lucy, que estaba haciendo su tesis de antropología. Pero de noche solamente se puede tocar en tono menor, advirtió el violinista. Es costumbre esa.
Cuéntame, Máximo, ¿qué te decía Arguedas de la danza de tijeras, del atipanacuy? Originalmente era baile de pastores que les dedicaban ofrenda a los cerros wamanis para hacer crecer sus rebaños. Tusuq layqa llamaban a los bailarines principales que se comunicaban con los espíritus de la montaña, con los apus y las huacas. Señor Arguedas había investigado mucho. Él decía que cuando llegaron los españoles creyeron que esas músicas eran propias de demonios, de supaypawawan. Desde entonces los llamaban a los bailarines supay huapasi tusak: el danzante en la casa del diablo.
Espérame, Máximo. Lucy hizo el ademán de sacar algo de su cartera y prendió su grabadora. Sigue hablando, por favor. Máximo retomó la palabra: El señor Arguedas me ha contado también que antiguamente no se usaba arpa ni violín sino pinkuyo, tinya, raurara que es como trompeta, y la saqsaqa, que es una sonaja de calabaza. También se utilizaba el kawka, que parecía violín pero tenía una sola cuerda. Dicen que los músicos del Ande se encantaron cuando vieron los violines y arpas de los españoles. Más notas y melodías se podían sacar. A su propia música le añadieron leves ritmos de contradanza, de minué y de jota. Incluso Arguedas me hizo oír discos. Algo de parecido tienen.
la sonada de las tijeras
Un día se me escaparon los ganados por tocar el violín y se comieron toda la chacra de mis vecinos. Denuncia me han puesto entonces y mi mamá molesta andaba. Por tu culpa nos van a meter a la cárcel, me decía. Escápate, mejor, Máximo, me pidió mi papá. Ándate con tu tío a Lima. Dos días caminamos hasta Puquio y de allí fuimos en camión hasta Nazca. Era verano. Calor hacía y yo con pantalón de lana y poncho, sudando, sudando he visto el mar por primera vez.
Al principio no me gustaba la capital. Extrañaba a mis hermanos, a mi mamá, a mis animales, la choza de piedra que me hice para cuidar mi ganado y tocar el violín. Pero más triste me puse cuando mi tío me dejó en una casa desconocida y se fue. Cómo he llorado, con pena andaba. Felizmente buena gente me tocó mi patrón. Habla, me decía, me gusta cómo hablas tu quechua. No sabía casi castellano. Su mujer sí que era bien bruja. Me resondraba con rabia porque decía que todo lo hacía mal. Lavaba la ropa en el water, hacía pichi en la ducha. Que culpa voy a tener si nunca había visto baño.
Poco a poco conocí otros paisanos. Con ellos salíamos los domingos a conocer Lima. Un día, caminando por la plaza Bolognesi, vi que vendían un violín. Me quedé mirándolo tiempo largo. A la semana siguiente me empresté plata para comprarlo, y así, jugando nomás, he sorprendido a mis paisanos. Tocas regular, me dijeron ellos. Deberías ir al Coliseo Nacional que está en El Porvenir, allí en avenida 28 de Julio. Practiqué toda la semana hasta tarde. Qué música tan rara, dijo mi patrona. Tú qué vas a saber cómo se toca el violín en mi tierra, murmuré. El domingo siguiente me fui al Coliseo, me puse en la cola de los artistas y esperé. Así nervioso me presenté, pero me ha recibido bien la gente.
Cuando terminé se me acercó un señor y me pidió mi dirección. Al día siguiente, lunes era, se apareció otro caballero en la entrada del corralón donde yo vivía. Los chiquillos fueron a llamarme a mi puerta: Te busca un señor con bigote. Quién será, pues, dije cuando salí a la calle. El señor me saludó en quechua. ¿Iman sutiki, papay? le pregunté. Me llamo José María Arguedas y me dedico a la antropología y a escribir libros. Ven conmigo, trae tu violín. Vamos, que te voy a hacer presentación en público. Ese mismo día me llevó a un centro artesanal en el centro de Lima. Desde allí siempre me buscaba para ir a fiestas costumbristas. Así, pasando el tiempo, un día me dijo: Desde hoy vamos a ser amigos. De acuerdo, dije, somos como familia. Por eso buenos amigos hemos sido, bien nos hemos querido. Hasta he llevado a mi papá y mi mamá a su casa cuando me invitaba a almorzar.
patara o pasta
Mirella no terminaba de atendernos. Salían más pollos a la brasa y los vasos se llenaban prontamente. Máximo comía y tomaba y luego regresaba a su violín. Viejas melodías salían de su instrumento y por momentos parecía ensimismarse de tanto pensar y recordar.
Un día el señor José María me dijo: Acompáñame, Máximo. Tú debes saber del atipanakuy, de los danzantes de tijeras, de los tusuq laykas, de los supay huapasi tusak. Tú debes conocerlos a ellos y los sitios donde todavía se conserva esa danza. Algunos conozco, pues. De niño he acompañado a varios danzantes de tijera. Ellos bailaban a escondidas cerca de la laguna de Sapancocha.
Fuimos entonces para la fiesta del agua en Puquio. Como quince días estuvimos por allá. En el ómnibus el doctor Arguedas, así con tristeza miraba por la ventana. ¿Por qué tan contrariado estás? le pregunté cuando llegamos al hotel de Puquio. Te cuento en secreto, Máximo. Me he enamorado de una maestra. ¿Y tu señora? No sabe nada pero voy a tener que decirle. Pobre Celia, después de lo buena que ha sido conmigo. Desde hace un año invento visitas de campo y me quedo semanas enteras en el valle del Mantaro. Vilma Ponce se llama, vive cerca de Concepción. ¿Y la quieres? No sé, pero me siento bien con ella. He vuelto a escribir y mi enfermedad nerviosa ha desaparecido. Estoy terminando una novela que había abandonado hace tiempo, me dijo. Luego, sorprendido me he quedado. Creo que voy a ser papá, anunció de repente. En la cantina de Puquio hemos celebrado. Por tu hijo y tu novela. Los ríos profundos se llamará…
En Puquio nos encontramos con los preparativos del Sequía Tusuy, que en verdad es Acequia Tusuy, me explicó señor Arguedas. Las calles ya estaban llenas de comparsas. Los llamichus que visten con piel de llama alegraban a la multitud con burlas y chistes y cuidaban la fiesta para evitar desmanes. Los nakaj o negritos, símbolo de los españoles, eran objeto de abucheos y de mofas. Arguedas conversaba en quechua con la gente como si fuera uno más de ellos. Sencillo era. Con modestia iba preguntando quién era el hombre más sabio de todos los ayllus de Puquio. Don Mateo Garriazo, le dijo un cargonte. Vamos a buscarlo, me pidió Arguedas. Con él se hizo invitar a la peregrinación de los aukis o ancianos al nevado Pedro Orqo, el dios protector de los ayllus de Puquio.
Con los aukis fuimos a hacer el pagapu al Pedro Orqo y allí en la cumbre hemos dormido abrazados a una gran piedra y envueltos con nuestros ponchos. Aquella vez sacrificaron una llama, regaron los campos con su sangre y la arrojaron a los puquios y canales. En su descenso, los aukis limpiaron los acueductos e hicieron rituales secretos. Señor José María iba cantando y tomando con don Mateo Garriazo, conversando de igual a igual.
En Puquio de vuelta, Señor José María me ha pedido que lo ayude a cargar una maleta. Pucha que pesaba y la hemos trasladado hasta el barrio de Chaupi. Luego sacó de su interior una máquina rara. Es grabadora de cinta, me explicó. Magia parecía la voz que se metía en ese aparato y luego salía igualita. Le haré una entrevista en quechua a don Mateo Garriazo, dijo el doctor Arguedas.
Diosninchikqa separawmi, dice Mateo Garriazo. Nuestro dios católico es separado. Él es el primer Dios, está por encima de todos los demás. El sabio de Chaupi se quita el sombrero cada vez que pronuncia su nombre. ¿Y el wamani, el cerro, es dios? pregunta doctor José María. Los wamanis fueron creados por Inkarrí, que es nuestro segundo dios. ¿Y el Inkarrí vive aún? A él lo han enterrado en el Cusco, donde su cabeza está creciendo hacia adentro, hacia los pies. ¿Entonces retornará Inkarrí? Sí, cuando se complete su cuerpo. No ha regresado hasta ahora, pero volverá seguro si Dios católico da su consentimiento.
No nos hemos podido quedar para todo el atipanakuy de Puquio porque en Andamarca me habían contratado como violinista, y como las fiestas son casi al mismo tiempo, hemos partido rápido. Difícil fue transportarnos. Esperamos y apenas conseguimos pasaje en el techo de un camioncito llamado Picaflor Andino. Atrás dejamos Puquio y la laguna de Yaurihuiri. Frío hacía. Allí en el techo señor José María picchaba hoja de coca y andaba pensativo. La brisa de la tarde congelaba. ¿En qué piensas, amigo? En todo lo que nos ha contado don Mateo Garriazo. Es un mito bien importante ese de Inkarrí, aseguró. Hace pocos meses la expedición que fue a la comunidad de Q’ero en Cusco recogió este mismo relato. Pero el de Puquio está menos contaminado por la mitología inca.
Inkarrí ha de volver, se repetía señor José María contra el viento helado. Todo el viaje apuntaba en una libretita las ideas que brotaban de su cabeza mientras yo he tocado todo el tiempo mi violín, mirando a lo lejos el volcán Qarhuarazo, y tomando mi caña. Bien borracho acabé. Despierta, Máximo, ya estamos entrando al valle del Sondondo y justo llegamos a tiempo para el Torre bajay de Andamarca. Allí me puse a tocar. Los danzantes se lanzaban colgados de cuerdas desde la torre de la iglesia y hacían equilibrismo. Nunca nadie se ha caído, pues saben su oficio.
Después nos hemos puesto a caminar. Las notas de tu violín son el llamado de los wamanis para restituirle su trono a Inkarrí. Por eso volverá, me dijo, bajando por las quebradas hacia Cabana Sur. Ningún carro cruzaba por allí ni había carretera y hemos llegado a Aucará con los pies heridos. Allí en esa casa nació Guamán Poma de Ayala, me señaló doctor Arguedas. Él fue gran escritor y dibujante indio en los principios de la colonia. Después en Lima me ha enseñado un libro lleno de dibujos contando el sufrimiento de los indios. Todo eso me ha explicado. Allí me enseñó el dibujo de un danzante, como si fuera diablo. Desde entonces los danzaq bailan en secreto.
Luego hemos subido hasta mi pueblo de San Diego de Ishua, donde mi papá y mi mamá se han sorprendido. ¿Qué haces acá con el señor José María? me han dicho. Acá no hay lujo ni camas buenas ni ricos platos, pero sí hospitalidad, le dijo mi madre en quechua cuando le servía un tinke, una humeante sopa de papa y queso.
Una noche, antes de regresar a Puquio, le dije a señor Arguedas: Vamos a Sapancocha a hacer bendecir mi violín en la laguna. Hasta allí llegamos. Lo dejé durmiendo toda una noche en sus orillas para que el espíritu de las aguas le hiciera los sonidos más cristalinos.
cascabel
Como no me gustaba trabajar de doméstico, me he cambiado y he entrado a una empresa textil, pero no me pagaban bien. Llevando telas estaba todo el día, me dolía la espalda de tanto cargar rollos. Ya no tenía fuerzas para tocar el violín cuando llegaba a mi cuarto en la noche y también he renunciado. De un trabajo a otro he ido saltando. Incluso Señor José María me ha llevado un día a la radio, casi de madrugada. Tocaba, me conocían, pero poca paga daban. Pobreza he pasado tanto que mi amigo me metía un billetito en el bolsillo. Seguro yo tenía cara de hambre…
Un día he ido a buscarlo al Museo de la Cultura que quedaba por Alfonso Ugarte. Sí, ese que parece ruina de piedra pero es de purito cemento. Nada más llegar me ha dicho para tomar unas cervezas. Allí me contó que le habían llegado cartas anónimas a su casa. Sacó un papel de su bolsillo y me enseñó. “Ese hijo no es tuyo señor. La Vilma Ponce tiene otro marido”. Arguedas tomó el vaso de cerveza que le ofrecí y le corrieron lágrimas como ríos hondos en sus ojos. Tomando y tomando hemos terminado en una cantina de La Parada. Él cantaba y gemía con su guitarra y yo con el llanto del violín he acompañado. No sabía qué decirle. De quién será el hijo, pues…
Era tarde. Vamos a burdel me ha dicho, yo conozco. Así borracho me ha llevado a una casa de putas por el jirón San Pablo, donde ha escogido una morena y se ha encerrado a dormir con ella. Yo de sueño andaba y me he ido. Me he quedado con preocupación. Qué será de Señor Arguedas. Dos días después lo llamé por teléfono público. Estaba más tranquilo. Vente a almorzar al museo, me dijo. Te quiero presentar al doctor Josafat Roel. Así que fui. Con él me ha llevado a comer a la Buena Muerte, por los Barrios Altos.
En el almuerzo yo me he quedado escuchando con atención al doctor Arguedas: Como sabrás, Máximo, mi amigo Josafat Roel descubrió en el Cusco la primera versión del mito de Inkarrí. Él fue quien entrevistó al informante de Q’ero y no Óscar Núñez del Prado. Eso no importa, dijo humilde el doctor Roel. Yo me contento con que el mito no se pierda y todos conocen a Óscar Núñez del Prado. Es hablador y jactancioso. Él quiere figuración nada más. Por eso el doctor Rowe quitó a última hora el auspicio de la universidad de Berkeley a dicha expedición a Q’ero.
Después de almorzar volvimos al museo y el señor José María le hizo escuchar la cinta de Puquio al doctor Roel. Sí, es el mismo mito, dijo este sorprendido. Inkarrí regresará y juntará su cabeza con sus pies. A los pocos meses, doctor Arguedas y Roel volvieron a Puquio y grabaron otras dos versiones del mito de Inkarrí.
Cuando me despedía le pregunté a doctor Arguedas cómo le iba del corazón: Tengo que olvidar a la Vilma. Muy ingenuo he sido. Felizmente tengo a mi señora, Celia Bustamante, que me ama incondicionalmente. No importa que ya no haya sexo. Siempre tendré su amistad y su compañía.
*****
Mirella miraba hechizada a Máximo. Mañana mismo me consigo un violín y me enseñas, maestro. Difícil es tocar, notas se sacan al tacto, replicó el violinista. Yo no sé leer pentagrama pero cualquier melodía puedo sacar de oído. Qué vas a tener paciencia para aprender, añadió.
Lucy tomó unas tijeras de la cocina y comenzó a imitar el ritmo de los danzaq. La tijera hembra y la tijera macho repiqueteaban con un sonido alternado, una perseguía el compás de la otra. Pero Máximo mostró cierta reprobación frunciendo el ceño: Mujeres no bailan, trae mala suerte. No dances, Lucy, eso es cosa de hombres, nomás, pues dicen que los dioses de la montaña se las llevan para hacerlas sus concubinas y ya no las regresan. Ay, Máximo, esas son supercherías, sentenció Mirella.
Lucy agitó su cabeza cubierta por un gorro de cocina a modo de montera y se puso a danzar con un endiablado frenesí. Simulaba con mucha gracia los pasos menudos y fugaces de los danzantes de tijeras, su andar de puntas, la febril levitación de un rayo. Luego se elevó sobre los tobillos verticales y dio un salto con las rodillas un tanto flexionadas. Al momento, Mirella la siguió y comenzó a imitarla. Alguien encendió velas y se apagaron las luces. Del suelo parecía despertar un fuego entre los pies de las danzantes. Todos aplaudimos. Mirella y Lucy se rieron nerviosas. Estaban tentando al destino.
Ya es la hora del wallpa wajay, gritó Máximo. La hora en que canta el gallo. Miré el reloj: eran las tres de la mañana y nuestro violinista se entregó a una desenfrenada sucesión de sutiles golpes de arco que marcaban el ritmo con raras tonalidades. A los trinos sucedían extraños staccatos.
caramuza sin sombrero
Tiempo después, doctor Arguedas ha sido nombrado director de Casa de la Cultura y buena política ha hecho. Recibía a los artistas, conversaba con nosotros, nos preguntaba qué necesitábamos. Él nos ha dado carnet a todos los músicos del folclor. El mismo señor Josafat Roel y un muchacho antropólogo que se llamaba Hernando Núñez nos han entrevistado. Nos reconoció, pues. Por eso todos los músicos lo recordamos con cariño al doctor Arguedas. Otro nivel nos ha puesto. Somos artistas de la nación. Pero igual de pobres seguimos. Un día fui y le dije: No sé qué hacer, amigo. Enamorado estoy de una chiquilla de mi barrio que canta lindo huayno. Isabel Asto se llama, pero sin plata en el bolsillo no hay amor. A la semana me mandó llamar doctor Arguedas. Cuando fui a su oficina tomó el teléfono y habló con un señor: Tengo aquí al mejor violinista de este país que necesita un trabajo. Tú sabes, la vida del artista es muy difícil. El señor Seminario me citó al día siguiente. Me ha puesto de ascensorista en el Banco Hipotecario. Bien agradecido me he quedado.
Por aquella época tayta Arguedas viajaba mucho. A Chile siempre se iba. Allí debe haber señoras hermosas para que vayas tanto, le dije. Sí, me respondió, he conocido dos mujeres, pero ahora estoy en un dilema, no sé con cuál quedarme. Una es de plata y alta posición, Beatriz se llama. Ella me atiende, me invita, me trata como un rey, pero siento que me quiere tener como si yo fuera un animalito silvestre para mostrar. Y hace poco conocí en la casa del poeta Pablo Neruda, que se llama la Chascona, a una linda muchacha. Sybila tiene veintinueve años y para impresionarla tomé más vinos de los necesarios, empuñé una guitarra y canté el carnaval de Tambobamba. Después de cantar me dijo que yo era triste y patético. La verdad es que me gustaron sus palabras, triste y patético. Arguedas se rio enseñando todos los dientes. Desde entonces estamos saliendo. Dice que vendrá pronto a Lima. Te la presentaré, Máximo. Es encantadora...
Un día hemos ido a Brisas del Titicaca y trayendo me regaló su última novela: Todas las sangres. Era un libro grande que yo he leído por partes nomás. Feliz debes andar, le dije cuando me firmó el libro. No creas, me contestó. Ni los escritores ni los antropólogos me comprenden. Un señor Favre me ha dicho que el Perú no es como yo lo muestro, que lo mío es una idealización de los indios… Todos me critican, no sirvo para nada, no escribo bien, no me llevo bien con mi nueva señora. Sybila es muy joven. Ella podría ser más feliz sin mí, con un hombre de su edad.
Al poco tiempo, Arguedas se tomó pastillas en el Museo de Historia de la Magdalena, Seconal dicen con alcohol, con eso mismo se mató Marilyn Monroe, pero mi amigo se ha olvidado de apagar la luz del baño y un guachimán lo encontró desmayado y llamó la ambulancia. No sirvo ni para suicidarme, me confesó cuando lo fui a visitar en el Hospital del Empleado. Tengo una angustia en el alma que ya no me deja vivir…
la agonía o despedida final
Señor Arguedas por el año 68 me escribió una carta desde La Habana: Estoy aquí invitado por Casa de las Américas como jurado de un premio, y percibo que los escritores que hay en esta reunión creen que mi literatura es provinciana porque hablo de danzantes de tijeras y no de intelectuales en París. Julio Cortázar me ha hecho daño, Máximo. Hace tres meses que ya no escribo. No sé para qué lo hago, la verdad. Quizás necesitaba una ilusión para seguir viviendo y me han cortado las alas.
Una noche lo fui a visitar al señor Arguedas en su casa de Chosica. Había un patio grande con jardín y allí nos sentamos mientras la señora Sybila preparaba la comida. En aquella oportunidad mi amigo estaba alegre, contaba chistes, reía, pero de pronto cambió su ánimo, ásperas salían sus palabras: Siento que mi vida ha sido en vano, me dijo cabizbajo. No puedo concluir mi última novela. Ya sé que no terminaré El zorro de arriba y el zorro de abajo y creo que Inkarrí no volverá. El derrumbe espiritual de los indios es irremisible, Máximo. La cabeza y los pies nunca más se volverán a reunir. Los jóvenes que van a la ciudad ya no saben nada de Inkarrí. Además, cuando Mateo Garriazo, el informante de Puquio, se quita el sombrero con veneración al pronunciar el nombre del dios católico, ya lo dijo todo. Ese sombrero es muy revelador, Máximo. Inkarrí ha sido derrotado. Es una divinidad de segundo orden, un dios decapitado. No, tayta José María. El mundo antiguo de los gentiles está vivo en mi violín, en los danzaq, en los huaynos que cantamos… No Máximo, pura hojarasca nomás es.
Esa misma noche señor Arguedas me ha dicho: día jueves voy a ir a tu casa. Entonces yo mandé hacer sopa de mi pueblo que se llama tinke, que a él le gustaba. No comimos hasta las once de la noche, esperando, esperando, raro porque señor Arguedas era bien cumplido. ¿Por qué no vendrá? me preguntaba. Finalmente apagamos la vela y me fui a dormir. En la noche me he soñado. Él entró a mi cuarto con su saco al hombro, se sentó junto a mi cama y me conversó: Volveré a mi cerro, a los wamanis, volveré a la montaña para no sufrir más. Mucho dolor hay en esta vida.
Qué pena que no hay arpa. Arpa y violín se comprenden bien. El arpa da el ritmo y encima se monta el violín. Máximo tomó su instrumento y ceremoniosamente anunció: Este tema lo compuse por pedido del Señor Arguedas. Él siempre me pidió que le pusiera música a La agonía de Rasu-Ñiti. Así que me hice leer su cuento varias veces y día tras día fui componiendo algo que yo sentía acá en mi pecho, imaginando la muerte de un danzaq. Señor Arguedas era un danzante de las ideas. Él tenía la luz del conocimiento que venía de los cerros wamanis y a través de él, nuestros dioses se expresaban para no dejar morir el quechua, la música, los bailes, la artesanía, los cuentos y leyendas. También mi amigo Arguedas me contó que de niño había visto la muerte de un danzaq y que lo impresionó mucho presenciar su despedida al más allá. Eso fue en Lucanas cerca de la hacienda Viseca. Pero en su cuento ha cambiado nombres de danzantes, de violinista, de arpista. Seguro el Lurucha de La agonía era don Mariano, el arpista. Y el gran Untu dio vida a Rasu-Ñiti, el que pisa la nieve. No quería que se pelearan los músicos de Lucanas por envidias. Voy a interpretar las horas finales del danzante, La agonía de Rasu-Ñiti.
El violín se crispó con una mortal violencia. Las cuerdas estallaron en una aguda tristeza y a continuación un lamento grave llenó de dolor el restaurante. Por un momento creí adivinar que brotaba sangre del violín y esta corría entre el mástil y el puente como un río púrpura.
Mi mujer Isabel tempranito me dijo: Anda a comprar pan para el desayuno, Máximo. Salí a la calle y me detuve en un quiosco. Primera página del diario Correo decía: Arguedas grave tras intento de suicidio. Con razón no ha venido. Pobre, cómo habrá sufrido y no he estado a su lado para darle consuelo. Entonces me he ido al hospital corriendo y le pedí a la señora Sybila para verlo. Me he acercado despacito a su cama. Todo vendado su cabeza estaba y con una mascarilla. Entonces ya no conocía, ya no hablaba, su corazón nomás latía.
En la biblioteca de Universidad Agraria hemos velado al doctor Arguedas. Después, miles de estudiantes, profesores y artistas músicos cargamos sus restos hasta el cementerio El Ángel. Yo he interpretado con mi violín la composición que le hice, La agonía de Rasu-Ñiti y han danzado los hermanos Chiara. También charango de Jaime Guardia acompañaba, porque así lo ha pedido el finado en su última carta. Mucha desolación había en el camino al camposanto. La gente lloraba con Coca quintucha y La agonía de Rasu-Ñiti.
Máximo afinó el violín en temple diablo. Bruscamente surgieron notas bruscas, sonidos sin desbastar que levantaron el viento de la muerte. ¿No escuchas? Ahorita oigo el alma que habita en mi violín desde que lo llevé a dormir a la laguna de Sapancocha. Me he convertido en tusuq layqa, vive en mí el espíritu de las montañas y los apus, dijo Máximo Damián en el ápice de su borrachera.
Ya no recuerdo más. Las horas se extendieron demasiado sin que nos diéramos cuenta. Dormíamos en la mesa, en las sillas, y también en el piso, hasta que una extraña refulgencia que entraba por la teatina nos hizo despertar. Máximo recogió su violín que pendulaba sobre la barra y lo guardó en su estuche. Mirella abrió la reja metálica y nos fue despidiendo. El sol de la calle me encandiló. A lo lejos vi a Máximo caminar al paradero con su instrumento a cuestas. Una profunda luz que venía del cielo lo acompañó hasta que su figura se fue difuminando.
epílogo
Lucy estudió durante años a los danzantes de tijeras y finalmente hizo una magistral tesis doctoral que fue convertida en libro con el título de Los danzaq, pese a que en el camino sufrió tres aneurismas cerebrales que la pusieron al borde de la muerte. Mirella Stocich emigró a Salónica, de donde su familia era originaria, y se casó con un griego. Al poco tiempo me contaron que ya no estaba en este mundo, y que había dejado huérfanos a dos pequeños niños.
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* Rodrigo Núñez Carvallo es un escritor nacido en Lima en 1953. Estudió en la Universidad Católica y ha publicado La comedia del desierto (2002), Sueños Bárbaros (2010) y prepara un libro de cuentos, El tren de la memoria, y una novela histórica sobre Raúl Porras. A lo largo de estos años ha venido publicando cuentos y crónicas en el semanario de César Hildebrandt. Núñez también cultiva la pintura y el dibujo.
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