Los Sotillos, cuento inédito de Aliaga Pereira

Sotillos o hurones. Gráfico de Alejandra Agurto / Servindi. Sotillos o hurones. Gráfico de Alejandra Agurto / Servindi.

Los sotillos comenzaron a bailar haciendo un círculo al que me invitaron. Entendían todo lo que les decía sea con gestos o con palabras. Bailamos toda la tarde

Servindi, 23 de octubre, 2023.- Nuestro colaborador José Luis Aliaga Pereira nos comparte un cuento inédito de profundo simbolismo y significado: “Los Sotillos”, en los que aparece esta especie animal conocida como hurón u otros nombres en diversos lugares rurales.

Los Sotillos

“Claro que creo en los sueños. Soñar es esencial, puede ser la única cosa real que exista”.
Jorge Luis Borges.

“Creo que no nos quedamos ciegos. Creo que estamos ciegos. Ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven”.
José Saramago.

“Los sueños se hacen a mano y sin permiso”.
Raffo.

Por José Luis Aliaga Pereira*

— Te vas a sentir incómodo con lo que te voy a decir. No eran solo sueños nuestros sueños, después, los vivíamos. Nuestro día a día era un sueño hecho realidad

Así inició su diálogo don Belermino; luego agregó suspirando:

— Ni siquiera los desean, ni los extrañan. Ya nadie sueña porque creen que los sueños son imposibles de realizar. Hablan de paisajes, de ríos, de lagunas, ¡de agua! con infinita tristeza porque no los ven. El damero de ajedrez, la pampa grande, el canal del toro, son solo ejemplos de sueños que los dejaron ir, no existen más. Han sido reemplazados por edificios que parecen sobrevivientes de una ciudad costeña, una ciudad a la que el mar engaña con un beso, un desierto. El paisaje serrano ha cambiado. Vivir en esta zona de nuestra tierra es como despertar en el más poblado de los distritos limeños cuyos cerros nunca serán verdes y cuyas gentes en lugar de volverse más buenas se transformaron en indiferentes; adquirieron hábitos contrarios a los que tuvieron cuando eran campesinos. Poco a poco se rindieron. Ya no sueñan. No extrañan nada de lo que fueron. No quieren ver lo que les rodea, lo real. Son una especie de zombis, pusilánimes. Les cambiaron el chip. ¿No lo crees? Mira a tu alrededor. ¡Escúchate y escucha! Quejas, envidias, enfrentamientos entre hermanos. Hombres y mujeres sucumben ante el dinero. Ha vencido lo fácil conociendo que con lo que hacen morirá la tierra y esta muerte nos arrastrará, impajaritablemente. Líderes que van río abajo, sufriendo de empacho, aceptando espejismos como inocentes avecillas que grano a grano picotean el alpiste que los conduce a la trampa que preparó el carnicero que habla de progreso.

Don Belermino calló; luego, cerrando los ojos, movió su cabeza como un león que sacude la  melena porque ha percibido la presencia de un intruso, alguien que huele mal y que ha ingresado a su territorio en silencio, sin permiso y con malas intenciones. Estaba molesto. Era la primera vez que lo veía en ese estado.

— Lo sé, ya lo sé, —me dijo—. No espero una reacción positiva de ti, a pesar que pareces de los pensantes. Te pasa como a todos. ¡Qué no hicimos para convencerlos! ¡Les advertimos! ¡No vayan por ese camino! Es doloroso, lamentable, les ganó el vicio, el placer. Ahora son los conserjes del castillo, sueño y ambición de los que destruyen la tierra, el territorio. Son soldados que mancharon sus manos con sangre del pueblo; son los que te colocan un arma de fuego en la mano y luego te acusan de asesino. ¿Qué está pasando? ¡Lo estamos perdiendo todo! Y nadie mueve un dedo. Yo soy ciego de verdad porque soy viejo y ya no puedo ver; pero ustedes, hermanos, ¿ustedes? Si no ven es porque no quieren; es porque recibieron un caramelo. Se tapan los ojos con mentiras de un futuro que no será suyo, y al paso que vamos, de nadie. ¿Qué nos está pasando?

— Don Belernino —interrumpí—. ¿Por qué no me cuenta de los sotillos y las chirimoyas?

— ¿Ves? ¿Ya ves? —don Belernino habló como burlándose—. ¿Ves que no te gusta escuchar verdades? Sigamos el ejemplo de los viejos de los que hicieron realidad sus sueños. Más tarde no habrá explicaciones que valgan.

— Ya pues, don Belermino, no se olvide de los sotillos —le pedí. En realidad le rogué.

— ¡Sueñen! ¡Vivan! ¿No lo entienden? Yo ya estoy viejo; todavía están a tiempo—don Belermino, gritó con pena, mirando, sin ver, mi rostro—. El lugar estaba ubicado en la laguna de Cuypucho, al costado de un montañón; fuuuuuu —dijo—. Ahí criábamos el ganau suelto. La montaña era verde, verde como puaqui antes de la contaminación, como puel Taita Rume, como por Cashaconga. Fuuuuuu. Era grandadanón —dijo—. A la laguna le pusieron de nombre Cuypucho porque muy cerca a ésta encontraron la mitad de un cuy. Cuypucho quiere decir restos de cuy. Nuestros padres se cuidaron de construir la casa un poco alejada de Cuypucho. Mucho llovía. Los truenos y relámpagos hacían del paisaje un lugar realmente salvaje. Con lluvia o sin ella veíamos a los cuyes correr de un lado a otro chillando, curucurucuyando. No faltaba qué comer. Más allá, más o menos a dos kilómetros, había otra laguna que lo llamaron Toromocho. Le pusieron ese nombre porque por la comunidad bramaba un toro que dominó a todo el ganau. Las vacas parián en cantidad. Ese toro era grandotote, nadie lo podía atrapar, ya daba miedo, por lo que se juntaron todos incluyendo mi papá que era un buen lacero. Dando vueltas y vueltas alrededor del toro, le echaron lazo. Diez campesinos, a punta de palo, lo llevaron jalau hasta la comunidad.

En ese momento atraviesa, por la pequeña sala, donde conversábamos con don Belermino, su hija mayor, a la que llaman La Fonchu:

— ¡Qué carazo que está el limón, la cebolla y el tomate! ¿A dónde iremos a parar? —pregunta doña Fonchu, preocupada.

— Si no se defienden —don Belermino interrumpe su relato—. Si se dejan humillar por los delincuentes que nos gobiernan, será peor. Al menos, Celendín, comparado con los otros lugares, tiene agua limpia; todavía puede salvarse.

Era verdad. Un puñado de hombres ligados al poder de las armas y a politiqueros que intentan, desesperados, dominar el mundo, habían encarcelado, con trampas y pretextos al Presidente de la República y avanzaban con su dominación corrompiéndolo todo con discursos falsos y dinero contante y sonante.

El viejo Belermino no quiso regresar a la conversación anterior. Hizo un gesto de fastidio; agitó su mano derecha frente a su nariz. Finalmente aceptó proseguir. Él, sabía que me interesaba la historia de los Sotillos.

— Los sotillos son seres extraordinarios —dijo—; pero no solo eran ellos, lo era también el ambiente que los rodeaba. La pampa verde que se perdía ante nuestra vista, hermosa; la pampa que unía las lagunas Cuypucho y Toromocho.

— Te quedaste en la parte en la que lazaron al toro Toromocho —le recordé.

— Sí —precisa—. Lo lazaron entre diez campesinos. Después luamarraron en un árbol de sauco que tenía doce raíces. Pensaron que el Illayuj, el toro, era como cualquier otro. Confiaus se fueron a dormir. ¡Ay estos grajus! ¡Ay estos grajus! —repitió riendo. Había cambiado su manera de hablar, utilizaba las palabras auténticas, de su tiempo, las saboreaba. ¡El toro no era de carne, era de granito, de piedra era!

Cuando a mi mujer le fui a enseñar la casa; le señalé la piedra en la que había quedado la huella del toro, del Illu; en la que se había parado por última vez. No lo podía creer. Era una piedra durísima, grande y plana como un batán. Allí había dejado su huella, al pisarla, colérico, con su pezuña, con todas sus fuerzas. Dejó su rastro sobre la piedra más ancha y más larga de la comarca: era, igual, profunda como su mirada cuando en ésta se empozaba el agua. Desde el batán, estoy seguro, suelto ya, el toro contempló el lugar para, luego de haber arrancado y hacer ñuto las vetas del sauco, sentarse, más allá, ¡lejos!, en la pampa; y convertirse en cerro, en apu que hoy acompaña y cuida la zona de Guagamanquilla. Mi María —se refería a su compañera—, miró con detenimiento el cerro. De costau y de frente, lo miró. Era el toro, sin dudas, era el toro, el illa; su miraba era larga y contemplaba toda la comarca, incluyendo Puentecilla.

— Viejo, ¿y los sotillos?

— Viejo será tu calzoncillo —me contestó—. Tienes que tener paciencia. Los cerros, el toro, las lagunas y los sotillos son la magia de nuestros sueños hecha realidad. Los sotillos tienen ganado su lugar.

Los sotillos —don Belermino acomodó su silla e hizo sonar su bastón como queriendo decir que aún está fuerte—. Se alistó para hablarme de aquellos animalitos parecidos a los gatos, traviesos, de color blanco y negro.

— Un día me fui, como siempre, a dar agua a mis animales a un río que estaba junto a la pampa y más abajo refrescaba las piedras de la quebrada. Arriba una peña gorda, preñada, miraba su frondosa falda y el camino que pasaba rumbo a Canden.

El río regaba a todas las plantas, nos quitaba la sed y todos lo cuidábamos. Llegaban allí nuestros animales chibrinqueando, contentos.

Más abajo, sobre la quebrada y el río, al costado del pasto, de la inverna, plantas de chririmoyas, juuuu, qué ricas chirimoyas, había cantidad por tuel temple. De pronto la bullasa. Asomaban como perros, gritando guau, guau, guau. Me escondí. ¿Qué pasa acá? —me pregunto—. ¿Soy guón o qué? Eran ocho sotillos. De repente se cuadraron frente a la planta de chirimoya, se miraron entre ellos; luego, cuatro de ellos, subieron y cuatro quedaron observando desde el suelo cómo sus compañeros trepaban el chirimoyo hasta llegar al delicioso fruto. Era increíble, los de arriba tocaban con  sus patas a las chirimoyas, la olfateaban y, cuando comprobaban que les faltaba poco para madurar, las tiraban con tal puntería que cualquier cazador de antes envidiaría. Los sotillos que quedaron abajo, recibían, con sus patas delanteras, las chirimoyas cuidando que no cayeran al suelo. Corrían de allá pacá si algunos de esos lanzamientos no llegaban a sus patas de uñas largas. Me había escondido entre los matorrales. Al final de su tarea, los sotillos tenían los ojos alegres, se movían rápidos y pestañeaban agarrados de las chirimoyas, abrazándolas como si tuvieran una liclla o bayeta, hacian milca. Los seguí. Sus gritos eran su idioma. Reían y chillaban. Ingresaron, felices, a una cueva de boca pequeña que se hacía más ancha y grande conforme a avanzabas. Caminaba sigiloso, detrás de ellos. Escarbaron con sus garras, que crecieron, y allí, en un hueco no tan profundo, las enterraron. Cuando terminaron de cubrirlas con la tierra, los ocho sotillos se miraron solemnes, como si prometieran algo. Después corrí, antes que me vieran.

Al siguiente día, casi a la misma hora, los vi, de nuevo, avanzar por el camino, iban tranquilos con dirección contraria a su morada. Cuando los tuve lejos y ya mis ojos no alcanzaban a mirarlos, quise hacerles una broma. Me dirigí a la cueva, a su casa cubierta de piedra, de tierra y monte. Desenterré las chirimoyas y dejé el lugar tal y cómo ellos lo habían dejado. Abracé los dulces frutos y los escondí al fondo de la cueva, en una de las entradas que parecía una especie de repisa de piedra. Allí las dejé cubiertas con tierra y monte. A la siguiente tarde me ordenaron ver cómo se portaban los animales. Retozaban respetando los cercos de piedra que eran bajos. A eso de las cinco de la tarde, escuché, de nuevo, los gritos. Llegaban apurados a la cueva, se frotaban las patitas delanteras. Había trepado a un árbol y, desde allí, los miraba pasar. Hablaban en turno, se entendían y avanzaban moviendo sus colas y traseros, rítmicamente. Ingresaron a la cueva despojando su entrada del monte con la que la habían  cubierto. Bajé del árbol y me acerqué a la entrada de la cueva para ver mejor la relación de los sotillos. Escarbó uno, mientras los otros miraban pacientes. Al ver que en el hueco descubierto no estaban las chirimoyas unos y otros comenzaron a escarbar, desesperados. Nada, no había nada. Se miraron un momento, para luego trenzarse en una feroz batalla. Se revolcaban unos sobre otros gritándose y chillando. Cansados, respiraban agitados, unos panza arriba y  otros boca abajo. Fue, en ese momento, en el que hice mi aparición. Calculé bien. No podían correr, agrandaron sus ojos que brillaban como los de un gato. Les expliqué, les dije que había escondido las chirimoyas y que era una broma. Les señalé el lugar y enseñé una por una. Grande fue su sorpresa. Primero se miraron. Después, al ver mi actitud pacífica, comprendieron. Cargando cada uno sus chirimoyas, salieron saltando y mirándome a los ojos me invitándome a seguirles. Lo hice. Fue algo increíble. Los sotillos comenzaron a bailar haciendo un círculo al que me invitaron. Entendían todo lo que les decía sea con gestos o con palabras. Bailamos toda la tarde. A veces los seguía en el ruedo y otras era el que bailaba en el centro, chillando y guaguareando, como ellos lo hacían y que, al escucharlos, también los entendía. Desde ese día los sotillos fueron mis amigos y ya no tenía que trepar los chirimoyos para cosechar su fruto que nos regalaba año tras año. Cuando el sol alumbraba fuerte en las tardes bailábamos como lo hicimos la primera vez. En luna llena también lo hacíamos y esas pampas se llenaban de gritos y chillidos. Nunca me di cuenta que mi padre, después me lo contó, observaba con ojos cortos y largos todo lo que hacía.

Tomé de las manos a don Belermino, quien, tirando su bastón al suelo, comenzó a cantar guturalmente una canción que hasta ahora la pienso y no puedo entender y que él tampoco me quiere contar. Bailamos alrededor de la silla de plástico color blanco. Las hojas de coca parecían mirarnos contentas, pensándonos, desde el tronco en el que las dejábamos esperar para chaccharlas.

Celendín, Cajamarca, 23 de octubre de 2023.

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SOBRE EL COLUMNISTA
José Luis Aliaga Pereira

Nació en 1959 en Sucre, provincia de Celendin, región Cajamarca, y escribe con el seudónimo literario Palujo. Tiene publicados un libro de cuentos titulado «Grama Arisca» y «El milagroso Taita Ishico» (cuento largo). Fue coautor con Olindo Aliaga, un historiador sucreño de Celendín, del vocero Karuacushma. También es uno de los editores de las revistas Fuscán y Resistencia Celendina. Prepara su segundo libro titulado: «Amagos de amor y de lucha».



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