
El encanto que tiene el amor, ya sea de niños, adolescentes, o en la edad adulta, no acaba. Los recuerdos que nos deja son maravillosos. Libreta de calificaciones es el nombre del relato que esta semana nos entrega José Luis Aliaga Pereira y que nos trae a la memoria el amor de niño escrito por José María Arguedas en su cuento Warma Kuyay.
El relato de Aliaga Pereira, escritor celendino, de la región Cajamarca, pertenece al libro Grama Arisca, publicado con acierto por el Grupo Editorial Arteidea EIRL en abril de 2013.
La crónica está ilustrada con fotografías del autor que nos muestran la belleza del paisaje rural del distrito de Sucre, antes llamado Huauco, en la provincia de Celendín, region Cajamarca, y que es una pequeña muestra del Perú andino y rural.
Libreta de calificaciones (relato)
Por José Luis Aliaga Pereira*
SUCEDIÓ EN CASA DE LOS ABUELOS, a la que llegué después de quince largos años y recorrí de palmo a palmo. Me detuve a contemplar cada rincón con su recuerdo. En las mañanas, cuando el sol salía, y después de la hora del lonche, cuando las sombras invadían sus ambientes. Pero lo que me permitió dar un salto al pasado como jamás imaginé, fue una caja llena de viejos cuadernos, en la que, en el interior de uno de ellos, encontré mi libreta de cualificaciones del segundo año. Fue como una explosión. Emociones encontradas recorrieron mi alma. Experiencias que recordé con toda claridad: Allí estaban todos con el uniforme gris, las risas y el alboroto natural de alumnos en aula de profesor ausente. Los miraba desde atrás, sentado en la última carpeta, junto a Nelson Orlando. Mientras los compañeros jugaban en el salón de clase, los ojos de ella buscaban los míos. Entonces, cerrando los párpados, regresé al año 1970, testigo del amor que nació en mi corazón. Ella no lo supo, yo no la pude olvidar. Nos encontramos, la primera vez, en el salón de clase, ella concentrada en sus tareas, yo mirándola hecho un bobo primero, y enamorado después. Sucedió un agosto o septiembre, no lo recuerdo con exactitud; cursábamos el quinto de educación primaria. El Gobierno había ordenado que los colegios y las escuelas fueran mixtos, y una mañana llegaron cual golondrinas en verano. Entre ellas estaba Domitila, de angelical rostro que sonreía bajo su crespa y negra cabellera cuya cola descansaba sobre su espalda en forma de trenzas.
La seguí con discreción, en todos los recreos, durante el año. Gustaba, como el resto de niñas, de jugar vóley. Vestía un conjunto o enterizo de terciopelo guinda con bordes de color blanco.
Mi amigo Wilder me salvó de la "garrotera" en que había caído: al verme parado e inmóvil, observándola, me empujó, y salí corriendo del aula sin volver la vista atrás. Le conté lo que sentía. Es buena hembra, me dijo. Reímos. Desde esa fecha su presencia invadió mis noches y mis sueños.
La continué mirando de lejos en el primer año de secundaria; pero la tuve más cerca en el segundo, como compañera de aula. Mis largas y platónicas miradas hicieron efecto: un día en que falté al colegio, repartieron "libretas de notas" del año anterior, ella recibió la mía y me la entregó luego de arrancar la foto.
Las miradas se hicieron más intensas y lo mejor de todo, ¡eran correspondidas!
Después del paseo que la sección tuvo al lugar denominado Balsas, donde nuestros ojos se buscaron más que nunca, un domingo por la tarde, aguardé para verla, en la esquina, a cincuenta metros de su casa. Apareció por la puerta grande. La llamé. Con una seña me dijo espera. Al poco rato salió apurando el paso. ¿Adónde vas?, le pregunté. Voy a pedirle un plato y una cuchara a Susana, me respondió. La acompañé sin decir una palabra. Susana, compañera nuestra, vivía a una cuadra cuesta abajo. Al llegar, la conversación que tuvo con ella fue rápida. La esperé a dos metros, con el corazón en suspenso. De regreso, antes que doble la esquina para dirigirse a su casa, la tomé de la mano y, casi temblando, le dije:
—Domitila, te quiero decir una cosa.
—¿Qué? —me preguntó, mientras acercaba mi cuerpo al de ella.
—Quiero estar contigo —le dije.
Domitila exhaló un hondo suspiro y abatió la cabeza sobre mi hombro. Turbado, cerrando los ojos, la besé. Reinaba el silencio; lejos, por el campo, se oía un rítmico golpeteo parecido al de un hacha.
Al abrir los ojos la sorprendí mirándome y le pregunté:
—¿Aceptas estar conmigo?
—Eres un tonto —me dijo y se fue sonriendo. No llevaba plato ni cuchara, sólo un beso.
Al día siguiente teníamos que regresar a las aulas. Haberla besado me parecía increíble, era como un sueño. Ese día llegué tarde a propósito. Sentía temor que se riera de mí y diga que el beso que nos dimos había sido de mentira, solo un juego. Me equivoqué. Al ingresar, todo el salón lo sabía, las chicas corearon su nombre y el mío. A la hora del recreo le susurré al oído que se quedara en el aula. Así lo hizo. Nos miramos. Nuestros cuerpos temblaban. La besé por segunda vez pero ya sin cerrar los ojos. Las carpetas y el pizarrón, fueron los cómplices de aquellos momentos. Para permanecer más tiempo con ella rogaba que los recreos fuesen eternos y que los días de estudiante fueran sin noches.
En mi casa cantaba pensando en ella. Llegó el mes de septiembre. En el colegio celebraban el día de la primavera en el que participé con un número artístico. Canté <El reloj> melodía de los <Pasteles verdes> cuya letra parecía premonitoria:
Reloj no marques las horas
porque voy a enloquecer
ella se irá para siempre
cuando amanezca otra vez...
Detén el tiempo en tus manos
has de esta noche perpetua
para que nunca se vaya de mí
para que nunca amanezca...
Pasaron los meses y el año escolar llegó a si fin. <Llévame en tu corazón -hubiera querido decirle-, para que siempre esté contigo. Porque no es posible separarnos tan largo tiempo>.
Durante las vacaciones, por más que la busqué, no supe nada de ella.
Al retornar al colegio, al año siguiente, su mirada, esa que se eternizó como una bella e imborrable imagen en mi mente, ya no era la misma. Un día, cuando ella jugaba vóley en el patio del colegio, la llamé desde la puerta principal. Corrió a mi lado dejando a sus amigas con la pelota en la mano. Caminamos a la vuelta, donde las paredes desnudas y la grama del parque escucharon atónitas: <¡Te perdono porque te amo!>. Mis palabras sonaron como la primera vez, antes del primer beso. Era mi corazón el que presentía y hablaba, mientras mis labios recorrían sus mejillas secando las lágrimas que, pocos días después, parecían ser las misma que brotaban de sus ojos en la dramatización que hiciera de una obra de Shakespeare frente a los compañeros de aula. En esos momentos lo comprendí todo: el sol, nuestro sol, se había puesto puesto ya, algún vientecito vespertino apagó su llama tras el horizonte.
El aroma de una solitaria planta de tabaco que había crecido entre las piedras y el cemento del patio de la casa, saturan el aire. Abrí los párpados, coloqué la libreta de calificaciones dentro del mismo cuaderno y, luego de desenpolvarlo, lo guarde junto a los demás.
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